-Ojalá fueras un influencer-. Me dijo ayer un joven.
-Imposible- repliqué. – Eso requiere obviar la parte de sufrimiento implícita en la vida, que sólo quiere leer quien entiende que eso es parte de lo que nos hace poder seguir siendo lo que somos.
Sin quererlo me di cuenta de que la caída de cimientos es constante. Pero sólo la sufre quien la ve. Quien la intuye, quien la resuelve, se va a dormir y, al día siguiente, se despierta sabiendo que volverá a tener que levantar cada pieza, sin que nadie se lo agradezca. Así hasta que dejas de ser un mártir. Dejas de necesitar que te lo agradezcan. Y deja de importarte la relevancia que la rutina le quita al hecho de saber que la influencia real no es contar que ocurre, sino evitar que otro, que no resistiría el más mínimo impacto, sienta el aplastamiento.
-¿qué haces entonces? – insistió.
-Guiar a la gente hacia el entretenimiento que retrasa que vea todo lo demás – .
-y ¿a quién le importa eso?-
– Irónicamente, a mucha gente en número. Y a nadie a la vez. –
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