Quizá sea un nostálgico, o puede que los años me vayan pasando factura. Pero sigo manteniendo ese punto de locura que sigue haciendo trampas, cuando deshojo una margarita y arranco el último pétalo con la respuesta que me pide el cuerpo, y no la que me susurra el azar.
Esta vez, la cruzada de cables me llevó al Sonorama. En principio, me la jugué a que la organización tuviera a bien acreditarme como prensa para ir. Pero como la respuesta nunca llegó, el martes me compré el abono, me hice una maleta, llamé a un buen amigo para que me reservara una esquina en su casa arandina y como los autoestopistas de Woodstock, busqué la manera más rápida de cruzar la península para llegar a Aranda.
Después de levantarme a las cinco para currar, y pasar ocho horas en el infierno, cogí dos Blablacar, cené un bocata de calamares en Madrid, y cogí el último autobús al Sonorama del miércoles.
En el trayecto iba recordando ediciones anteriores, aguantando para no quedarme dormido y tratando de que los dolores de riñones y espalda no me fastidiaran el encanto.
Pero fue pisar tierras sonorámicas y los males menguaron. Saqué mi brújula y acompañado de una desconocida, tan perdida como yo, busqué una referencia para llegar a mi destino. Mi buen amigo Eve, esperaba mi llegada, nos dimos un abrazo efusivo, de esos que solo se dan cuando estás a punto de vivir un momento feliz, recenamos un plato de jamón, dejamos la maleta mientras me contaba lo bien que había estado el concierto de Morgan y, aunque se me olvidó mi disfraz de José Luis López Vázquez, llegamos justo a tiempo para ver los ganadores del, ya mítico, concurso de disfraces de los miércoles.
Mientras los bailongos pinchaban canciones de Marisol, Raphael, o Camilo Sesto saludé a los conocidos, me presenté a los desconocidos y sentí ese cosquilleo que uno siente cuando comparte sensaciones con gente con el mismo nivel de frikismo, o gusto por la música, que tú.
Por ahí andaba Quique González, los chicos de Morgan, los de Shinova (grupo sorpresa del miércoles), los espíritus flotantes de los ausentes y los dulces tragos de Ribera que convierten en perfectos los primeros momentos.
No tenía el cuerpo para la fiesta del Café Central, porque sin mi amada y el recuerdo del primer beso, en la plaza de la sal, no hubiera sido lo mismo. Así que utilizamos la experiencia para concienciarnos de que el fin de semana iba a ser muy largo y nos fuimos a soñar con un futuro cercano, que prometía muuuuuuucho.
(To be continued)
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