Me muevo en dos mundos francamente maltratados: el del periodismo y el del arte. No es victimismo, pero por razones obvias, a lo largo de los años me he visto envuelto en cientos de polémicas, por el simple hecho de tratar de dignificar la profesión que me da de comer. Entre otras cosas, porque me pasé 5 años en la facultad, y muchos más fuera, intentando sacar tiempo y dinero para mantener intacta la libertad suficiente, para fijar la atención de mis lectores en lo que considero que merece ese interés.
Obviamente, la experiencia me ha enseñado a respetar las opiniones o el proceder de la mayoría. Supongo que debo asumir que ese no es mi público. Al fin y al cabo, los periodistas, o los artistas, simplemente fuimos los primeros en pagar este intrusismo de sabiduría popular, tan común en redes, o en la facilidad de saturar los canales para desviar la atención. De ahí que no nos quede otra que ironizar sobre esa lacra con maravillas como el «Opino de que» de Ojete Calor:
No todo vale, aunque esa mayoría piense que sí. De hecho, acumular opiniones, o bienes superfluos (incluso cuando ese bien es artístico) desvirtúa la realidad y, lo más importante: EL CRITERIO. Sin él, todo el mundo parece tener derecho a decir que es músico (aunque esté dando clases de guitarra en Youtube), o columnista por tener Twitter, o periodista por hacer corta pegas de todas las comunicaciones oficiales que «monetiza», porque el que le contrata tampoco tiene la vara de medir necesaria para valorar no solo el canal, sino su trascendencia.
Elenita lo ha sintetizado mejor que yo:
Y, aprovechando la viñeta, me gustaría que te plantearas si: ¿Recurriríais a un «médico» que, en lugar de estudiar la carrera y sacarse el MIR te dice que ha aprendido a operar viendo House? ¿Dejarías a tu hijo en una escuela sin haber visto la línea de educación del centro? ¿dejarías que un tipo amante de los LEGO hiciera los planos de tu casa? ¿te comprarías la comida sin saber cuándo caduca o de dónde viene?
Siempre me ha llamado la atención, por ejemplo, lo que uno se enfada cuando el servicio de un restaurante es lento, o te sacan la comida fría. Ahí hay una exigencia. Pero para alimentar tu cerebro o forjar tus necesidades morales y de ocio, no.
Pues esto, más o menos, es lo que haces cuando te guías por la gracia circunstancial del chiste fácil o das bola a cosas que ni son arte, ni son periodismo, ni, en general, son nada. No mueres, como (seguramente lo harías) si te opera tu padre. Pero si contribuyes a matar el criterio eres cómplice de todo eso que luego te encanta criticar.
El remedio es sencillo, haz con la información, lo que haces cuando vas a comerte algo. Piensa de dónde viene, si tiene una pinta apetecible y si cumple esos requisitos, o ha formado parte de tu dieta habitual durante muchos años, consúmela.
Porque si te gusta que tu trabajo, tu vida y tu tiempo tengan un valor. Coincidimos. A mí, también.
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