Llevo toda mi vida viendo Eurovisión y cada año me parece más lamentable.
Adoro la parafernalia y el hecho de sentir que somos europeos para algo más que para pagar impuestos y para las copas esas que casi siempre ganan el Barça y el Madrid. Para mí, es algo así como una tradición anual, pero la maquinaria barrio-bajera que hay detrás de este paripé, me resulta deplorable.
El nivel de la música tiene poco que ver con lo que tengo la suerte de ver cada semana en las salas donde tocan grupos de verdad. Y el evidente «managerismo económico», que convierte esta historia en un negocio fácil, y la influencia de la música simple de las radiofórmulas, ha desacreditado el formato de lo que un día fue el festival de la canción.
Es como si la globalización hubiera borrado de un plumazo la esencia de cada país, convirtiendo lo que debería ser una sucesión de esencias propias de cada territorio, en 14 gritonas dando por culo, un español haciendo el ridículo y diez malos imitadores de David Ghetta buscando que un juego de luces o el torso desnudo de algún macizorro haga que algún europeo se apiade de tu falta de talento y te vote.
Tan bajo ha caído el festival, que ya nadie serio quiere exponerse a este bochorno que le cuesta muchos millones de euros de dinero público a las resentidas economías de la Unión.
Al menos, por una vez, las apuestas no acertaron y ganó Rafael Sobral, un tipo, enfermo del corazón, que pasó por el Sonar con Noko Woi y que tuvo los santos cojones de cantar una balada, casi a capella, sin estridencias, ni trajes de colores, ni espectáculos de bailarinas, ni efectos de ordenador… sólo él cantando como Corry Broken, Isabelle Aubret, France Gall, o Sandie Shaw, cuando esto era algo más que un programa de telebasura en prime time.
En cuanto a España, la cagada tras el tongo estaba tan asumida, que esta vez RTVE no se molestó ni en hacer el ridículo chovinista de otros años. No hubo previa, ni post… simplemente un minuto de gloria con gallo, el mosqueo generalizado de los surferos de España y las risas (o el mosqueo) inevitable de los que pensamos que estamos viviendo la mejor época musical de este país y que quizá va siendo hora de que despidan a los compositores suecos y a los asesores de los 40 principales y se den una vuelta por las salas de conciertos, o los festivales, para que escuchen lo que se hace, de verdad en España.
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