Siempre me han dicho que el amor de mi vida me haría reír. Debe ser que por eso sigo sola, no porque no me gusten las carcajadas, sino porque no suelo reírme de las cosas que hacen gracia a los demás. Y eso me hace acreedora de adjetivos tales como: rancia, sosa, «desaboría» y cosas peores que no vienen al caso.
Quizá por éso de no compartir «descojonos» he desarrollado la capacidad de reírme sola, o lo que es lo mismo, escucho (sola) a los Especialistas secundarios de la Cadena Ser, veo (sola) el programa Ilustres ignorantes, busco (sola) viejos vídeos de Faemino y Cansado, o de Tip y Coll, leo (sola) libros de la Señorita Puri, o biografías de gente desgraciada como Groucho Marx o Hemingway y voy al cine (sola) a ver esas pelis de cine francés que sólo nos gustan a las que tenemos el humor «gabachizado» (esto lo dice el aforo del cine, no yo).
Podría seguir enumerando desdichas graciosas que río en silencio, pero no sé si porque me he acostumbrado o porque realmente tiene su puntito, le he cogido gustito a reírme sola, de hecho me empieza a gustar que me llamen agria. El dulce nunca me gustó y me parece que es mejor éso que encontrar divertido la desgracia ajena, pensar que los Morancos son graciosos, o simular que lo mío es humor inteligente como el de Berto Romero ¡No te jode!
¿A qué viene todo esto? a que me he dado cuenta de que empiezo a encontrar gracioso lo que a la mayoría le aburre y viceversa. No es que sea un motivo de orgullo, ni que sea más rara de «lo normal». Y no sé si este «mal» tiene nombre.
No sé si me entendéis…
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