Quizá sea un nostálgico, o puede que los años me vayan pasando factura. Pero sigo manteniendo ese punto de locura que sigue haciendo trampas, cuando deshojo una margarita y arranco el último pétalo con la respuesta que me pide el cuerpo, y no la que me susurra el azar.
Esta vez, la cruzada de cables me llevó al Sonorama. En principio, me la jugué a que la organización tuviera a bien acreditarme como prensa para ir. Pero como la respuesta nunca llegó, el martes me compré el abono, me hice una maleta, llamé a un buen amigo para que me reservara una esquina en su casa arandina y como los autoestopistas de Woodstock, busqué la manera más rápida de cruzar la península para llegar a Aranda.
Después de levantarme a las cinco para currar, y pasar ocho horas en el infierno, cogí dos Blablacar, cené un bocata de calamares en Madrid, y cogí el último autobús al Sonorama del miércoles.
En el trayecto iba recordando ediciones anteriores, aguantando para no quedarme dormido y tratando de que los dolores de riñones y espalda no me fastidiaran el encanto.

Mientras los bailongos pinchaban canciones de Marisol, Raphael, o Camilo Sesto saludé a los conocidos, me presenté a los desconocidos y sentí ese cosquilleo que uno siente cuando comparte sensaciones con gente con el mismo nivel de frikismo, o gusto por la música, que tú.
Por ahí andaba Quique González, los chicos de Morgan, los de Shinova (grupo sorpresa del miércoles), los espíritus flotantes de los ausentes y los dulces tragos de Ribera que convierten en perfectos los primeros momentos.
No tenía el cuerpo para la fiesta del Café Central, porque sin mi amada y el recuerdo del primer beso, en la plaza de la sal, no hubiera sido lo mismo. Así que utilizamos la experiencia para concienciarnos de que el fin de semana iba a ser muy largo y nos fuimos a soñar con un futuro cercano, que prometía muuuuuuucho.
(To be continued)
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