Manifestarse es un derecho que muchos ciudadanos se han olvidado de ejercer. Un hecho que sorprende viendo la cantidad de quejas particulares por minuto que uno recibe cada vez que abre el Facebook, se toma un café o enciende la tele.
Hay teorías conspiranoides que dicen que nos han narcotizado el cerebro hasta el punto de no tener autonomía para discernir lo importante de lo superfluo, lo que unido al chip de egoísmo que nos insertaron a todos los que nacimos en medio del consumismo y la individualidad, nos lleva a no saber distinguir un problema real de uno trivial derivado de la comparativa odiosa de la competición capitalista a la que nos someten desde medios de comunicación generalistas, Gobiernos bipolares y redes sociales con algoritmos, digamos, muy poco beneficiosos para el pensamiento social.
Así, mientras unos toman cervezas y otros siguen alimentando monstruos multinacionales, hay conciencias que despiertan del letargo y se sublevan contra la mordaza y la injusticia. Lo vimos hace una semana en la Emergencia feminista y se repitió el pasado viernes con la emergencia climática.
Resistencia y revolución. Dos conceptos propios de la juventud (de carné y mentalidad) siguen subsistiendo a pesar de las cortapisas económicas y el control que ejerce sobre nosotr@s el discutible concepto del «buen comportamiento». Aplicado, por activa y por pasiva, el «divide y vencerás» ha convertido el límite de la precariedad en una balanza que en vez de unirnos nos hace discutir por un pedacito de pastel, mientras cuatro hijos de puta se comen todo lo demás.
Pero claro, todo tiene un límite, menos el egoísmo. Y mientras los jefazos se distancian de la realidad y pierden la perspectiva del día a día de quienes trabajan 12 o 14 horas al día para no llegar a fin de mes mientras ellos se compran mansiones y cochazos, la prole vuelve a ser consciente de que hay batallas que no se pueden ganar desde tu muro de Facebook, o colgando una foto en tu Instagram.
Y, de repente, a la precariedad, se le unen las enfermedades derivadas de las barbaridades de los cuatro hijos de puta, riadas que nunca se dieron, mares de plástico, cánceres sin explicación… Y habituados a las barrabasadas, ya sin límites, se cargan tu vida, tu entorno, tu futuro… y, sí, también tu miedo.
El viernes fui solo a la manifestación. Y me puse a hablar con unos cuantos chavales menores de edad. El clima era la excusa, pero, en realidad, lo que les unía era el miedo a no tener futuro en este mundo sobresaturado de todo. Los hemos educado para destacar, pero quizá ellos, lo único que quieren es no «padecer la amargura de sus padres», las penurias, la esclavitud… me lo expresaron de mil maneras diferentes, pero siempre marcando una barrera que les responsabilizaba de lo que el mundo puede depararles.
No es una cuestión de revoluciones, sino de practicidad. Ellos parecen dispuestos a cumplir la estadística que dice que el 80% de los niños de hoy se dedicarán a trabajos que ahora mismo no existen. Pero no quieren ser responsables de lo que nosotros hemos hecho mal. Es como si necesitaran establecer un nuevo punto de partida desde el que empezar su propia historia y crear un mundo más limpio, más sano, más unido y menos injusto.
Imagino, que los mayores que estéis leyendo ésto, pensaréis que el idealismo se pierde por el camino a base de hostias. Por eso, mi único consejo fue que nunca olvidaran que el rival a batir no era ninguno de los pringados que luchamos por sobrevivir. Que cambiemos nuestros malos hábitos de consumo, puede depender de una simple campaña de publicidad por redes sociales. El problema es saber distinguir que interés hay detrás de cada cosa. De qué, y de quién, podemos fiarnos y de qué, y de quién, no.
Hay un matiz que falló en la historia de las últimas generaciones, que fue luchar contra el sistema, en lugar de cambiarlo. Una revolución empieza con una exigencia y una manifestación. Pero sólo es efectiva cuando se materializa. Cuando llegas hasta el final, no cuando crees que has llegado al final.
Hoy no puedes decapitar reyes, ni improvisar una redada de barbudos idealistas. Porque una simple etiqueta desacredita el resto de los puntos de la negociación. Y mientras sigamos dividiendo la historia entre comunistas y capitalistas todo acabará en una discusión sin visos de cerrarse, como se ha demostrado con la enésima convocatoria de elecciones.
No se trata de pelearnos por lo que nos diferencia, sino de unirnos contra lo que nos molesta. Y las putadas, no tienen color político, ni tienen porque estar supeditadas a una u otra bandera. Los que lo politizan todo, son los que acaban limitando todos los movimientos a un adjetivo «descalificativo»: comunista, hippie, yihadista, perroflauta… y los borregos vuelven al redil, porque no quieren pelear más allá de un berrinche que se pasa cuando tu cuenta deja de tener números rojos.
La única esperanza para ésto son los principios. Y me está gustando ver a miles de chavales que creen tenerlos. Muchos de ellos los perderán, o los cambiarán (como decía Groucho), pero los que tienen conciencia de verdad, los que están ahí por que creen en la justicia, en la sociedad y en el futuro, serán los que tendrán la llave para abrir las puertas que a nosotros, y los que nos precedieron, nos cerraron.
Yo soy un poco mayor que ellos, pero mantengo ese idealismo intacto. Porque también temo por mi futuro y el de mi hija, porque he vivido injusticias que no quiero que ellos vivan, porque a pesar de las derrotas acumuladas, sé que esta guerra no se gana en una manifestación… y porque, sobre todo, tengo claro, que cuando nos juntamos para algo, siempre acabamos derribando muros que parecían infranqueables y ganando batallas imposibles.
Así que espero que perduren las ansias revolucionarias, que estos chavales no se cansen (ni se vendan) y que tengan la capacidad de convertir sus miedos en un futuro menos contaminado ahí arriba y aquí abajo.
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