¿Sábeis cuando vais a otra ciudad y pensais: «ya podía haber esto en Alicante»? Un ejemplo, os perdéis por Tarifa y en plena playa de Valdevaqueros os encontrais a un bluesman negro con voz de Barry White poniéndole banda sonora a un atardecer. O en las negras, un gitano con más arte que todas las obras del MACA juntas cantando unas bulerías en el cabo que separa el Mediterráneo del Océano Atlántico. O quizá un Xirimiri norteño mezclado con notas de jazz y sorbos de txakoli.
Sí, las cosas inesperadas son las que endulzan nuestras aburridas vidas, pero, a veces, no hay que irse al otro lado del mundo para encontrarlas. Basta con pasear por el Postiguet y cual ratitas del Cuento de Hamelin, dejarse llevar hasta la arena y, encontrar, sin querer, a la bajista de Joe Coker tocando versiones de Steeve Wonder, John Legend con un esmerado cantante, un batería con chuleta y un artista a la guitarra que, juntos, por un momento, hicieron que bajáramos la guardia y nos dejáramos atrapar por ese influjo que un día nos trajo hasta las orillas del Mediterráneo.
Lo de Omasi fue especial, pero el verdadero gusto es saber que el miércoles había pasado por allí Giuliano Parisi, y que el domingo tocaba en ese mismo escenario improvisado Bernard Von Rossum, y así todo un verano de amalgamas nocturnas mezcladas con el Fijazz, el Summer Brass festival, la música del castillo, la concha de la explanada… Alicante renace y hace buena la letra de la canción de Serrat. Porque aunque la excelencia es una utopía, rozar la perfección de manera inesperada puede compensar cualquier sufrimiento derivado de la monotonía.
Con criterio, a la hora de programar, y con la cantidad de paladares ávidos de buenos cóckteles nocturnos, puede que encontremos ese camino que los fantasmas pasados apartaron de nuestra perspectiva. Sólo hace falta tiempo. Mientras tanto, degustaremos estos pequeños regalos en la arena.
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