Quien sabe sufrir, aprende valiosas lecciones que la supuesta estabilidad monetaria nunca sabría darte. Quizá por eso hay un señor suelto por el mundo con una guitarra, que pone al servicio de la humanidad su experiencia en forma de letras. Está un poco más gordo que la última vez que lo vimos, ecos de la buena vida (imaginamos) y tiene la experiencia asomando por debajo de los ojos, pero hace magia con los acordes, que más que hermosos, sólo son la forma de musicar lo que pasa por su mente. Y cuando McEnroe suena, el mundo se para. Se acaba la sequía de Murcia, las lágrimas se hacen tormenta, te entran ganas de quemar los libros de autoayuda que acumulas en la estantería…
Subterfuge night con McEnroe & Viva Suecia
El intimismo es un estado paradógico. Tendemos a creer que estar triste es malo, que el frío congela la parte más ardiente de nuestro organismo y que el negro es un color lúgubre que sólo pega con la pena. Pero no, los que piensan eso se equivocan, porque sólo quien conoce la soledad sabe apreciar lo importante que es sentirse acompañado, que nada tiene que ver con estar rodeado de gente. Y son ellos también, los que se han percatado de que es la melancolía la que hace que sonreír merezca la pena.
Cuando Ricardo Lezón escupe su mundo interior, echas de menos a la persona que realmente quieres, y si la tienes cerca, no lo dudas: la abrazas, o la besas, porque sólo es posible bailar sin moverse con quien has compartido las mayores bajezas. Y es la tristeza, precisamente, la que une más que un imán buscando un metal al que atraer.
La del viernes fue una noche de recuerdos. La memoria nos llevó a noches con McEnroe en viejos cines de la costa cantábrica, el Garaje Beat nos evocaba la escena más sexual de «no guardes en la cabeza lo que te cabe en el bolsillo». Alguien nos habló de carreteras que conducen a la cara noroeste, un sitio en el que el silencio molesta y donde descubres a qué sabe realmente el vino, o la comida que un repartidor te trae como en tiempos de comunicación menos fluida. Nos imaginamos a Lezón componiendo, en su comedor, «rugen las flores» «Coney island» mientras «cae (o caía) la noche» y las estrellas no parecen reflejos de luz artificial en la lejanía.
Debían sonar parecidas a la versión que escuchamos el viernes, con la excepción del ruido de los que aún no han aprendido a callar para escuchar. Puro como dos guitarras fabricando juntas una sintonía fría como la nieve soriana. Al final del camino, sólo los valientes saben reconocer la emoción emergiendo en forma de lágrima, de grito, que te ayuda a disimular, de abrazo infinito, o de la más dulce de las muertes: dejar de respirar por amor.
Así, como moribundos melancólicos acabamos después de una hora y media de antidepresivos musicados. Con ganas de escaparnos a Soria a digerir las enseñanzas del grupo getxotarra, o del aliento sueco de un acústico que evidencia la importancia de haber firmado por Subterfuge y la responsabilidad de crecer sin la seguridad que da vivir enchufado y atreverse a soltar el cable, para que «los años» o «nadie te devolverá el favor» no añoren el abrazo de los efectos, ni la distorsión, ni el peligro de hacerse viejos cuando en febrero Viva Suecia estrene nuevo disco y los palos y las piedras se conviertan en merecidas adulaciones. Por cierto, que puestos a hacer Loas, no hay que desmerecer la demostración de majestuosidad de Rafa Val y su voz otorgando personalidad propia a lo que, en nada, veremos girar en nuestros tocadiscos, por fin.
Y así, expectantes pero tristes, muertos de frío (por fuera y por dentro) y con las sensaciones que viajar a Islandia y a Suecia dejan en tu cuerpo, nos dimos cuenta de que este mundo que gira tan rápido sigue siendo un lugar maravilloso, lleno de melancólicos fans de la cadencia lenta, de la nieve y del calor de entender la paradoja de la antonimia de los sentimientos encontrados.
Gracias a Rosa, porque el viernes tuvimos problemas técnicos y hemos tenido que robarle las maravillosas instantáneas que captó su cámara…
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