En vacaciones la improvisación se convierte en necesidad, el tiempo se ralentiza y cada rincón de calle es un escenario en el que uno, si quiere degusta un helado, o, simplem reflexiona.
No sé cómo están siendo vuestras vacaciones, si es que las tenéis. En mi entorno, somos mayoría los que no tenemos dinero para pagar un hotel a precios prohibitivo. De playas, castillos y planes culturales vamos sobrados, así que la composición de lugar del asueto, la vamos dibujando sobre la marcha.
El jueves tocó ir a Villajoyosa. Tierra de playas preciosas, chiringuitos con música en directo, casas de colores y Chocolate Valor.
Cuando no era padre, era un asiduo a Playa Paraíso. Ahora, los horarios han cambiado y la forma de disfrutar las visitas, también. La parte buena de enseñar a tus descendientes rincones que tu subconsciente ha masticado demasiado, es que reencuentras sensaciones que la rutina se ha cargado. Y entre casas de colores, un helado de chocolate, un altavoz con música estruendosa llevó a mi pequeña al borde de una valla de un cuadrado en mitad del paseo del la playa del centro en el que la compañía Animasur estaba representando su obra «Buenas noches, Europa».
Aunque deberíamos aprovechar el tiempo, pensar no suele ser el ejercicio más habitual en vacaciones. Pero en este rara avis de quejas por no poder moverte, por tener que seguir llevando mascarilla, por el calor, por el follón de la terraza del bar de enfrente…. ¡ya sabéis! fue un soplo de aire fresco darle al magín mientras mi criatura bailaba un valls con una desconocida en pañales.
Siempre reivindicamos que la calle es donde nace todo el arte. Y esta obra para la que no pagué entrada fue la demostración práctica de eso. Uno no piensa en las guerras, hasta que no escucha las bombas caer. Tampoco valoramos la diversión, hasta que la edad o la falta de presupuesto acotan el recreo.
Envidio el avión que cruza el charco, porque nunca he montado en patera. Me gustaría tener una casa más grande, pero no me planteo como viven los inmigrantes afinados en las tierras de aceitunos y fresas.
A las 21.00h de un día de vacaciones, uno no tiene ganas, ni tiempo, de pensar en los que el Mediterráneo se ha tragado. Ni a qué huele al otro lado. Nada que ver con el ocio, ni con el descanso, ni con la holganza indiscriminada de hartarte a arroz, cerveza y sardinas.
No os voy a engañar. Los que hemos estado de vacaciones en otros mundos alejados a horas de avión, somos egoístas, torpes e idiotas. Por suerte, hay teatro en la calle que te recuerda que con el sonido del mar, una tarrina de helado y una ancha sonrisa de niña, el verano sabe a lo que es: un lujo que incluso los pobres de este lado, tenemos la suerte de aderezar con matices a los que no pueden aspirar los que no llegan al puerto deseado.
Mientras recogían las vallas, el mar que antes nos había pasado desapercibido, adquirió un color oscuro, pero con destellos. No es que me conforme con el paseo. Pero no voy a negar que lo acabé con un sabor de boca mejor que con el que lo había empezado. Y no por el sabor del café helado y el mantecado. Sino por el hecho de valorar las cosas, en lugar de menospreciarlas.
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