Autor: Nando Arroyo
El sábado, a las 20:30 de la tarde o casi noche, Lluís Homar vino al Arniches a deleitarnos con Terra Baixa, pieza en la que interpreta a cuatro personajes nacidos de la exitosa obra de Àngel Guimerà, que fue referente después de ser publicada a finales del Siglo XIX y, conforma ya, una de las dramaturgias más representadas en lengua catalana.
Destacaba, antes de empezar y, sin querer desvelar el oculto despliegue que había tras la cortina de fondo, una puesta en escena aparentemente minimalista, con una mesa y pocas sillas, más, también, una percha al lateral de la que colgaba un vestido blanco.
Ya de primeras, el espectador sabe que se va a encontrar con una propuesta vanguardista y de públicos minoritarios. Sin embargo, el talento y la talla del actor catalán a la hora de coordinar diferentes cuerpos en uno, arrastraba la imaginación a experiencias reales, de tal forma que, los asistidos, en pocos minutos, ya estábamos pisando terra baixa para encontrarnos con algo totalmente verosímil.
La historia nos habla de la miseria y el poder en tiempos de señoritos y vasallos. Tanto en alguna de las ideas principales como en el propio devenir de los hechos, podemos descubrir ciertos paralelismos con muchas otras obras. En mi caso, vino a mi cabeza el recuerdo de Los santos inocentes, de Miguel Delibes (creación muy posterior al texto de Guimerà, dicho sea).
A través de cuatro figuras conductoras (una de carácter más narrador), el espectáculo nos sumerge por algunos momentos en situaciones incómodas de impotencia ante el que es dueño y señor de todo: l’hereu Sebastià. Entre varios puntos viscerales de la trama, podríamos destacar el de la mujer (Marta), presa de los mayores infortunios a causa de su naturaleza femenina. Por ella pasa la confusión incluso de no saber siquiera cómo la debe tratar un hombre. Casada a la fuerza y reprimida en amores, el personaje va dando a luz progresivamente sus energías revolucionarias; al igual que Manelic, un chico humilde tan bonachón como desgraciado que, con el tiempo , irá procesando una furia tajante, típica de las novelas de romanticismo y venganza. Interesante resulta y, como dato, curioso, señalar esta mezcla de intenciones literarias, en la que, por una parte, se observa la denuncia social y, por otra, un lirismo desbordado que, en boca de Homar, nos derrocha una magistral rapsodia desde el espíritu poético de Guimerà. Estos excesos en clave romántica, bien pudieran, en su época y por ciertos sectores de la crítica, ser reprochados por su aparente regreso al pasado.
Ya para acabar, resaltemos la cercanía que genera el áurea de esta sala entre artistas y espectadores, y más en estos montajes, donde el actor se dirige a nosotros desde lo trágico, como si una confesión la historia fuera. A mitad de espectáculo, hubo un hombre que tosió y, LLuís, tuvo que repetir tres veces la misma frase para que se pudiera entender. Y en ese pequeño diálogo, silencioso y de función fática (“¿puedo continuar?” , “sí, perdón”) , el escenario parecía alargarse, por un momento, hasta la última butaca.
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