Viajar es un placer único, exclusivo, divertido, que amansa la fiera que llevas dentro (como la música clásica) y espanta la rutina que mediatiza tu día a día. Pero ¿por qué esperar a tener dinero o a que nuestro jefe, tenga a bien, darnos unos días?
No nos damos cuenta, o no queremos ver, que cada semana tenemos una escapada en nuestra propia ciudad. La semana pasada, la Comunidad Valenciana se quedó sin gobernantes. Tod@s estaban en Madrid postulando los encantos de esta tierra en la ardua labor de convencer al turista. En Fitur se vendió playa, arroz, nueve meses de sol y esas cosas tan manidas que todos sabemos. Y después, l@s más list@s aprovecharon el viaje a la capital para ir al Reina Sofía (o al Prado), al teatro Real (o el Calderón), a ver microteatros en Malasaña o jazz en la Plaza del ángel.
¡Qué ironía! Ir a vender todo lo que ya se conoce de nosotros y consumir fuera lo que aquí, apenas, se valora.
Quizá por eso, este fin de semana, decidí aparcar la música y tener un sábado un poco distinto. Salgo de currar a las 17,00, por lo que me pierdo el placer del vermú, o la posibilidad de combinar las compras de mercado con las variedades matutinas (que diría mi abuela) del October press. Acicalándome, asumí que, esta vez, tendría que prescindir de la cerveza con garaje del Jendrix y, decidí que el primer paso iba a ser ver la exposición de Antonio Marest en La Lonja del Pescado.
Bajamos hasta el puerto, pero, una vez más, la NO AGENDA del ayuntamiento, no informó de que estaba cerrada. Buscando y buscando, vimos que había un aviso de que el 21 no abría, pero del 28, ni rastro (y no éramos los únicos). Pero bueno, como no nos daba tiempo de ir al Maca, nos acercamos a Benalúa a ver un par de obras de Microteatro de la compañía Epidauro.
Me gustó la previa del acto, con una de las «cooperantes» del Taller tumbao, vendiendo la cultura que allí se representaba cada semana: conciertos, exposiciones, literatura, improvisación… ya sabéis, eso mismo que buscáis en Madrid, o en Barcelona cuando os disfrazáis de turistas.
Además, otro de los grandes defectos del alicantino: Menospreciar lo autóctono, quedó retratado cuando tres jóvenes talentos interpretativos, nos regalaron una hora de emociones intensas.
La primera parte, con un drama psicológico, breve pero penetrante en una pequeña adaptación de La habitación Oscura de Tenesse Williams. El frío se palpaba en la escena y la sala abarrotada, se quedó en silencio, atrapada por el diálogo profundo entre las dos actrices (Marisol González y Gema Campos), haciendo del drama costumbrista un escalofrío generalizado que sólo se rompió con el aplauso final.
La segunda parte fue más divertida, con una irónica visión de los programas televisivos. El arte de acertar tiene un transfondo cómico. Por cinco euros y dos cervezas, contuvimos la respiración con los pelos de punta, primero, y asistimos a una necesaria sesión de risoterapia, que le vino muy bien a mis ganas de comerme la rutina de trabajar todos los fines de semana.
La impresión de satisfacción fue generalizada, y Pedro (que no Paco) Sagara, uno de los actores, nos invitó a que nos acercáramos a ver las otras seis obras, sobre las que gira este joven proyecto teatral, que, si quieres, te puedes llevar a tu casa.
Yo, personalmente, repetiré. Aunque sólo sea porque la tensión y la cercanía de la microescena vivida en un micromomento, es un buen remedio para los avatares de la monotonía. ¡Probadlo y veréis!
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