Esta mañana, mientras me tomaba el café, he revivido uno de los momentos más relevantes de la historia reciente: el 11S. Aquellos dos megaedificios viniéndose abajo como si fueran de juguete, mientras cientos de miles de personas no dábamos crédito a nada ante el televisor. Eran otros tiempos, pero me he dado cuenta de que, a pesar del paso de los años, nadie ha olvidado dónde estaba en aquel preciso instante en el que una parte del mundo Occidental se derrumbó.
Yo lo viví en la cafetería de la Universidad. Había estado aislada del mundo, hasta que uno de mis profesores irrumpió en la clase dándonos la noticia. Entonces no había móviles, así que incrédulas salimos corriendo hacia la marabunta que se agolpaba ante la vieja caja tonta de la cafetería. Creo que se nos olvidó comer. Nadie jugaba al mus, nadie bebía: ni café, ni cerveza, las conversaciones eran cortas y sin mirarnos a la cara. No había tiempo.
Y, de repente, aquel segundo avión estampado contra la otra torre. Aquello ya no era un accidente.Unos especulaban con una posible tercera guerra mundial, otras sacaban su vena más antisemita. Había dudas, pero la condición humana emergía en los diálogos dejando a las claras los miedos, la estupefacción y la impotencia.
Resulta que la empatía aún vibraba en nosotras.
Yo recuerdo la cara de gilipollas de Bush, aquellos gritos de Matías Prats rompiendo el silencio, la gente abrazada, los que corrían a casa y las que no podíamos ni movernos. No recuerdo como llegué a casa, pero sí me acuerdo de que mi abuela me llamó y estuvo casi media hora hablándome de la Guerra Civil, del hambre y del horror. Yo sólo pensaba en Golliat.
El segundo café, ya en el trabajo, me ha servido para escuchar ese mismo relato contado por la experiencia de mis compañeros. Hoy no ha habido conversaciones de Fútbol, ni Master Chef… sólo recuerdos.
A veces, deberíamos dedicar más tiempo a recordar.
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