El otro día me encontré con una chica que no había ido NUNCA a un concierto. ¡Qué pena! – pensé- pero parafraseando a Perales, le pregunté… y ¿a qué dedicas el tiempo libre?
Mejor no describo lo que me supuso su respuesta. Me quedo con la pena y el hilo que teje la parte transversal de acumular pasiones deshilachadas, librerías de momentos con tapa dura, memorias de una sucesión de vivencias disfrutadas con su banda sonora original e irrepetible y, lo más importante, y lo que, seguramente, le faltaba a esta chica: CURIOSIDAD. Muchísima curiosidad. Esa que me llevó el último domingo de verano al Claustro de Elche a ver como Ainara LeGardon cerraba el ciclo Conciertos Mínimos.
El camino estuvo entretenido. Lluvia. Preparativos para una gran «paella LGTBI», bicis, «terraza giroa» que dirían en la cuna de la protagonista de la historia y un desayuno muy parisino con Macarrons y café amargo.
Mi acompañante de 3 años acumula toda la curiosidad que le falta a la chica que nunca ha ido a un concierto. En plena fase de los porqués, todo requiere una explicación, aunque a veces, la respuesta demande cierta inventiva, y paciencia, para que la acumulación de preguntas tenga un punto final en algún momento.
El matiz es importante, o eso pretendo enseñarle yo. Porque en las pequeñas cosas, o en la visión sesgada que una niña tiene de cada día concebido como una aventura, está la llave para abrir el tarro de las esencias de un patio que acumula 500 años de historias.
La última, la maceración de un sonido mínimo transformado en placer máximo. Sin careta, ni rol, el preparativo de un concierto de Ainara LeGardon huye del formalismo de buscar a la artista en Spotify, porque no está, o lo que está poco tiene que ver con lo que sola, rodeada de amplis, cachivaches y plásticos de prevención fluvial puede ofrecer a los 50 curiosos que nos acercamos al Claustro.
Un bucle envolvente, que baja dos grados la temperatura del ambiente, solemniza el prólogo del acto. Al oído medio, le puede parecer una improvisación con loops y efectos raros. Pero, aunque me distrae pelar una mandarina con el primer acorde, me parece que la Bilbaína ha pasado muchas horas buscando, indagando, transformando y acoplando. Y eso, para alguien que ha pasado tardes enteras pisando pedales y subiendo y bajando ruedecillas de volumen, es un principio más que apreciable.
Quizá más que música, lo suyo, sea una evocación. Una invitación a cerrar los ojos y deconstruir la canción. La parte estridente agolpada en tu caja de gritos que no diste. La suavidad en la caricia cruda de tu tímpano. El bucle en la parte de vida que retrasa tu sueño. La atmósfera en tu concepto olvidado de silencio, de relax, de distracción. De experimentación compartida entre la que toca y el que escucha.
Abro los ojos ante un pozo. Rodeado de cuadros de una exposición por estrenar. Sillas con gente ilustre, mi hija pintando garabatos y el negro como color predominante en el ambiente.
He ido a miles de conciertos en mi vida, pero en pocos ha habido la consonancia espacio-sonido que allí había.
Mi hija quiere irse. Y yo no puedo dejar de pensar en la chica que nunca ha estado en un concierto. Las sensaciones que se pierde. Los traductores mentales que nunca desarrollará. El ritmo encarnado en el pie derecho de Héctor Bardisa sonando sin sonar. El olor a mandarina, el nerviosismo de quien tiene ganas de que nos vayamos, porque no soporta que mi hija haya perdido el apetito y busque otro porqué diferente.
Con esto de hacer crónicas, de acumular setlists y tener que describir las cosas que veo, había olvidado centrarme, alguna vez, en las cosas que siento. Sin nombres, sin esnobismos, sin retrotraerme a Munlet, ni a Single, ni a mi vida en Bilbao, ni a las otras veces que vi, antes, a Ainara LeGardon.
De camino al tren, mandé un mensaje a la chica que nunca había ido a un concierto: – «No todos los orgasmos salen del mismo sitio»- .
Una vida sin música es triste. Una existencia sin sensaciones parecidas a las que yo tuve el domingo: NO TIENE SENTIDO.
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