El éxito es una aspiración frustrante. Somos tan imbéciles que buscando un supuesto objetivo final nos olvidamos de disfrutar el proceso que nos lleva hasta ese último peldaño… y, sólo desde esa altura del esfuerzo, creemos tener la perspectiva de valorar, con cierto criterio, lo que ha pasado antes. Pero no… porque por el camino, las cosas cambiaron…
La vida es un cúmulo de momentos que nos perdemos por la jodida manía de estar mirando siempre un metro más allá. Somos esclavos del futuro, siervos de la interpretación ajena, fotógrafos de instagram, «opinadores» de pega… en definitiva, no somos nada, porque cuando hay algo bueno delante de nosotros, lo menospreciamos mirando para otro lado.
Y, de repente, llega la hora de sacar conclusiones y… ¿qué tienes? – cuatro fotos, unos cuantos carteles, el recuerdo borroso de varias cervezas, una idea preconcebida que crees que es real y muchas discusiones sin vencedores, ni vencidos.
Yo tengo dos maneras de saltarme esa inmediatez. Una es imaginar el final y la otra es aprovechar la sensación que eso me provoca para contar lo que siento en ese preciso instante. Hoy, mi composición de lugar parte de un mundo sin Alicante Live Music, sin Santa Leonor, ni Un fulgor de Moda Antónima… y sin esas, más o menos, cincuenta personas curiosas que van a ver todos los conciertos «raros» que se programan en esta ciudad. Os invito a que juguéis conmigo a imaginar Alicante, sin Alicante…
Lo entenderéis rápidamente… Imaginad un teatro vacío, en el que cuatro o cinco viejos programan zarzuelas, obras de teatro anticuadas, alguna cosa decente que se suspende porque nadie se hace eco de que iba a pasar. Y a apenas 500 metros de ese teatro, hay otro, que programa más o menos lo mismo, y cerca de él, otro (un poco más grande) que tiene un poco de mejor gusto, pero está enfocado al elitismo y la exclusividad de los supuestos críticos.
Lo demás es un páramo… Stereo no arriesga, La Sala Marearock cerró (porque el puerto estaba enfocado a otra cosa más cutre salchichera) Las Cigarreras es un coto cerrado al arte regalado a los amigos y las asociaciones culturales han desistido de programar por falta de público, o porque no hay nadie que se arriesgue a innovar, o porque no hay nadie que se atreva a contarlo.
Seguimos sin cerveza autóctona, ni Caja de ahorros que inviertan en Cultura. Los artistas conforman un entramado de 500 o 600 egos que van cada uno a su bola, buscando la fórmula para salir corriendo a Madrid, o a Barcelona. Y el criterio que predomina, como no hay programador/a es el de un pedante dueño de bar que basa su programa en grupos de covers y dj´s, porque no cobran y es lo que «l@s palet@s», que mandan aquí, consumen.
No hay carteles, no hay horarios, ni orden, ni mínimos de dignidad para el artista, porque el arte es un hobbie, como jugar a padel, o beber cerveza viendo un partido de fútbol. Como no hay una masa de consumidores de cultura, da igual que anuncie las cosas dos días antes de que pasen, porque mi público son los 300 «me gustas» de mi facebook. No tengo necesidad de invertir en programador, en diseñador, en criterio artístico, en publicidad, en comunicación, en marketing… en este mundo Juan Palomo y mi ego son suficientes para mantener con vida mi ilusión de cobrar mucho trabajando poco.
Eso sí, me vanaglorio de fomentar la (in)cultura, porque mientras haya cuatro esclavos que me rellenen los huecos de mi hora feliz y cinco amigos que beban cerveza mientras los primeros cantan, bailan, berrean, o (mal)tocan la guitarra, sobra.
Sé que hay gente a la que esto no le gusta, pero son una minoría, el periódico con más tirada pasa de ellos (y de mí) y los demás, viven enlazando tardeos, conciertos de El Barrio y Bisbal en la Plaza de Toros, con fiestas de Moros, cristianos, beodos y hogueras. Y los culturetas de pega, tienen escusas de sobra para quejarse y esperar a que el Low vuelva a confirmar a Izal y Love Of Lesbian, para manir la frase «eso es música y no esta mierda».
Y ahora dejamos de imaginar… lo bueno de este ejercicio es que cuando abres los ojos valoras más lo que tienes. Es domingo, he tenido cinco debates privados con gente como la que describo en esta intrahistoria. En realidad, vivo en una ciudad grande, y bipolar, con hueco para muchas cosas. Unas me gustan más y otras me gustan menos.
Hubo un tiempo en el que centraba mis esfuerzos en cambiar esa parte que predominaría si los profesionales, los artistas que luchan por sus derechos y los que pelean porque la comunicación libre y el trabajo digno nunca mueran, no existieran.
Ahora enfadarse ya no es necesario, porque cada vez hay más profesionales, artistas que se asocian, comparten y no se atienen a las limosnas, los amantes del riesgo se tiran a la piscina y la dignidad asoma de las catacumbas de la precariedad del artista y lo que le rodea. El tiempo me ha enseñado que hay luchas perdidas de antemano, que no soy quien para hacer de futurólogo, ni para tirar del burro a l@s inmovilistas que mueren junto a la parte más rancia del pasado de esta ciudad. El espíritu renovador nunca tuvo una base dictatorial y he perdido demasiado tiempo discutiendo con gañanes.
El tiempo «desradicaliza» el discurso de la cultura, porque cada esquina de cada ciudad es un mundo, y sería de zafios no adaptarse a lo que el criterio demanda, o no aprender de los errores, o acabar haciendo lo que critico en la parte que me repugna de esta ciudad.
Entiendo que mientras yo he estado en el MFestival, recorriendo los museos de la ciudad, bailando funk con 3Tones y La Fundación Tony Manero y viendo una peli polaca, otros se han emborrachado dos veces, han visto un concierto de EL Barrio, o se han tragado 15 horas de Tele 5. Cada uno gasta su tiempo, y su dinero, como le apetece, es respetable. De hecho, la comparación hace que me sienta bien con lo que hago. La cuestión es que tengo la sensación de que estoy viviendo un proceso, dentro de otros procesos, de transformación.
Me gusta no sentirme único y hace tiempo que no tengo la sensación de estar pegándome contra una pared mientras en mi cuenta se acumulan los números rojos. Por desgracia, creo que, todavía, muy pocos somos conscientes de que está pasando; pero hay una nueva Alicante, dentro de la vieja Alicante. Quizá cuando sean conscientes de que ha pasado, muchos nos hayamos muerto de hambre, pero estuvo bien alimentarse a base de criterio y de discusiones que nos hicieron crecer como personas y como ciudad.
No es una cuestión de snobismo, pero quizá este (con unos cuantos retoques) sea un buen principio de novela…
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