Es obvio que los tiempos cambian y hay que mirar, siempre, hacia adelante, pero siempre me ha llamado la atención la falta de apego de Alicante con sus «emblemas». Sean edificios históricos, o centros de reunión de determinadas tribus urbanas.
Esta vez no voy a hablar de la fuente de Luceros, ni a discutir porque quitan un carrusel para poner el esperpéntico centro de información turística en el puerto. Ni siquiera voy a criticar el porqué un proyecto de ciudad lineal (el de Maisonnave) ha acabado en una grotesca sucesión de edificios altos y feos construidos sin ningún tipo de gusto, ni previsión.
No, esta vez, vengo a romper una lanza por el paladar selectivo. Porque, una vez más, parece que vamos a quedarnos huérfanos de vías alternativas, porque se traspasan el Mono y el Coscorrón. Dos de las visitas inevitables para los turistas que buscan algo más que sol y sangría, y para los parroquianos que no comulgamos ni con lo chabacano, ni con el reggeatón, ni siquiera con eso que llaman indie, porque nos gusta tomarnos las cervezas escuchando buena música o conversando como se hacía antes en los cafés.
Cuando llegué a Alicante me sorprendió que muchos de sus establecimientos tuvieran placas con leyendas tipo: «abierto desde 2009», como si llevar en el candelero dos o tres años fuera un mérito. Con el tiempo, he visto como cerraban sus persianas La Ambrosía, El Unbuendía, el Cure, la Sala Marearock, el Supporter… y he entendido que aquí la competencia es brutal, que la hostelería es más sufrida que en otros lugares del mundo y que ni la clientela, ni los arrendadores suelen ser lo agradecidos (o fieles) que deberían.
Es una ciudad cambiante y eso se refleja en la cantidad de comercios que abren y cierran cada año. Imagino que hay una parte de hastío, mezclada con la falta de implicación de esos clientes que, a la primera de cambio, prefieren buscar alternativas, en lugar de fortalecer lo que ya existe. O a lo mejor, es que sin relevo, al otro lado de la barra, es complicado que los templos de antaño puedan tener continuidad, lo que sería más triste aún.
Da igual la razón. El caso es que los que buscamos algo más que una mesa cuando nos tomamos una cerveza, seguimos borrando puntos rojos del mapa, sin que haya nuevas apuestas a las que acudir cuando las primeras cierran. Es lícito que el que regenta un negocio se canse de perder dinero, o que quiera alejarse de toda esa mierda que la noche implica. Pero esperamos que quien les sustituya sepa, al menos, mantener una parte de lo que han sido o que vuelvan a surgir zonas a las que los huérfanos del buen gusto pasado podamos acudir a escuchar vinilos, a resolver los males del mundo (o de esta ciudad) o a invocar a Jorge Manrique y su «cualquier tiempo pasado fue mejor».
Me llamaréis nostálgico, pero cuesta más hacerse viejo, cuando ya no reconoces la ciudad que conociste, o te das cuenta de que ésto aún puede ir a peor si seguimos llenando el centro de la ciudad de comercios sin alma. Los traspasos son ley de vida, pero Alicante está carente de apegos, de lugares de reunión globales (como las plazas y mercados de otras ciudades) y de vida en común. Compartir buenos momentos es la base de las buenas amistades. Sin sitios para hacerlo, es posible que nos quedemos, también, sin identidad, sin recuerdos y sin idiosincrasia. Y una ciudad sin filias, es una ciudad muerta.
Nuestra ciudad va y viene a veces demasiado. Qué pena lo del coscorrón!!
Por dió, cuando?