El año pasado, decidimos dejar de dar bola a premios subjetivos como los Oscar, los Goya, los Max… tras casi 15 años metido en esto de la cultura, uno se cruza con diferentes referentes. Unos amateur, otros profesionales, otros especializados en un género determinado… con algunos de ellos hemos hecho buena la tradición de hacer diferentes listas de mejores pelis, mejores series, mejores discos, mejores libros… tan subjetivos como los Goya del sábado, con menos trascendencia (obviamente), pero con una conclusión igual que es la que me ha llevado hoy a escribir este artículo.
Una lista, o un premio, no es más que una forma de dar relevancia a un trabajo. Si alguna vez habéis emitido algún tipo de juicio serio, sabréis que elegir conlleva el riesgo de equivocarse. Es más, muchas veces, un puesto baila por un voto, o por una apreciación determinada.
La diferencia entre hoy y hace quince años, está en el tiempo. Acotar nuestros ratos de diversión nos lleva al punto de ansiedad que nos hace tener que elegir. Inconscientemente, pasamos una media de hora y media al día divagando en redes sociales, mucho tiempo de trabajo infructífero, horas semanales de desplazamientos, descanso… y dejamos un rato para un libro, para una peli ó para un disco. Un rato insuficiente. Porque no sé vosotr@s, pero yo me he vuelto ansioso. Rara vez disfruto lo que antes era un placer de dedicar un tiempo a la música. Que nada tiene que ver con escuchar música mientras hago otra cosa (conducir, cocinar, cagar…).
La zozobra está reñida con los detalles. Y los Goya de este año, me han impactado por dos cosas:
La primera es la labor concienzuda que describió Fernando León de Aranoa en su primer discurso. Como escritor, músico (y muchas más cosas) frustrado, admiro a la gente que se dedica a algo. No me refiero a un curriculum, sino a tener un fin al que dedicarse. Y un objetivo que lo aderece. Eso. Los que tienen tiempo para reflexionar sobre qué grado de comedia y cuánto drama le quieren dar a un guion. Los que pueden reinventar un personaje cuando ya estaba descrito, pero tienen que ponerle cara, los que pasan dos años para rodar y se implican en el montaje, en el vestuario, en la fotografía… trasladado a la vida de un periodista era llenar tres huecos en una semana, en contraposición a los 30 o 40 contenidos que escupimos ahora.
En este caso hablo de cine. Pero la semana pasada pensaba igual de un fotógrafo, hace dos semanas con un músico que se había pasado tres días dando vueltas a un abanico inmenso de sintes para encontrar un sonido determinado o el viernes pasado, cuando viví algo similar hablando con un ilustrador que me hizo viajar del mint al azul y otros matices, en un rato de charla productiva.
El segundo impacto, tiene que ver con la «mala educación» empática de demasiada gente en este país. No fui consciente de que la peli de Almodovar no había tenido premios, hasta que entré a twitter y vi una ristra de mensajes con sorna, hablando de ceros a la izquierda, o poniendo en duda a Pedro, a Penélope Cruz… y otras cosas que es mejor no reproducir.
Objetivamente, debería enorgullecernos que un peliculón como «Madres Paralelas» no tenga premios. Porque ello, más que decir que la peli es mala, significa que en el cine de este país hay mucho talento. Y que más que valorarlo, lo machacamos, lo menospreciamos, lo comparamos… lo criticamos, aunque se haya malinterpretado en exceso el concepto «crítica».
Si al hecho de tener cada vez menos tiempo, le unimos el grado de enfado generalizado, el cansancio, los dolores físicos y mentales y las horas que dedicamos a menospreciar para, según parece, sentirnos bien. La evidencia de que el mundo se va a la mierda, más allá de resultados electorales en Castilla y León, está ahí.
Los detalles pasan desapercibidos, las prisas nos impiden degustar los matices y, claro, luego el 99% de la población tiene la sensación de no estar a la altura de esta vorágine en la que lo bueno se ve eclipsado por vacas, insultos, memes, bailes de tik-tok y opiniones de chichinabo de gente con la que no podrías tener una conversación interesante, no por falta de tiempo, sino por ausencia total de argumentos.
Vengo del cine. Y nunca me había fijado en la importancia de la «obligación» de apagar el teléfono para ver la peli. Al apretar el botón rojo, se abre la veda de los detalles, la capacidad de degustar, la opción de no perder el tiempo con mediocridades vanas…
He ahí el premio. Vale por un Max, por un Goya, por un Oscar, un feroz, un balón de oro… y lo triste es que esto antes era lo normal. Igual que la tradición de la cerveza post-película para comentar, justamente, los detalles. Hablando y escuchando a esos amigos cinéfilos que conociste por coincidencia, por repetición y por la afinidad que el hecho de salir corriendo de todos lados te impide tener hoy.
Ahora, sales, vuelves a encender el móvil y si tienes una opinión, la disparas en alguna red social (ni que fueras Boyero), te cierras en ti mismo, vuelves a casa, le sacas una foto a tu cena precocinada y mueres un poco, perdiendo el tiempo y los matices.
Pero claro. Incluso ahí, te crees superior a Almodovar y a Penélope Cruz. Porque el cine español es una mierda. Tanto que lo tengo que comentar desde la taza de un váter. Porque ya no tengo otro sitio donde me rebatan, o donde las cosas se digan cara a cara, sin faltas de ortografía, ni emoticonos.
Lo irónico es que esto antes trataba de que vieras muchas pelis españolas. Y ahora, resulta que muchos se conforman, criticando vestidos de la alfombra roja, guiones de galas, o películas que ni siquiera se han tomado la molestia de ver.
Todo muy de película. No sé si de Berlanga o, más bien, de George Romano.
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