Siempre he echado de menos los apegos firmes de Alicante, y los alicantinos, con su historia, con su pasado y con sus tradiciones. No es que no existan, sino, más bien, que no todos los muestran.
Entiendo perfectamente que, por muchos libros que me lea, tengo un déficit adquirido porque ni lo he vivido cuando se forjan los apegos, ni formo parte de colectivos chovinistas, ni tengo la afinidad que tendrán los que se han criado en un barrio o en un colegio determinado mamando desde niños algo que el paso de los años te hace ver como normal, porque siempre ha estado ahí. En una asociación mental con recuerdos ligados a la pólvora, al sabor, al gentío o al respeto a las tradiciones que yo, sí que tengo.
No ayuda, tampoco, que simpatice más con los amantes del patrimonio, que con quienes, a través de la fiesta, sacan a relucir el proceder más espantoso de la indiferencia egoísta más absoluta. Y reconozco que con los años, soporto menos lo que los modernos bailan y lo que entretiene a las masas, que es lo más habitual cuando coges una mesa y tratas de dejarte embaucar por el ruido que te rodea.
Ni yo, ni todos los que como yo, somos alicantinos de adopción, hemos eludido la integración. En mi caso, a través de roces con predisposición en el balcón de Antonio, la ironía de las fogueres combatives y ciertas pistas sobre el dónde venimos en las vertientes diversas del museo de las Hogueras y la visión nostálgica de algunos, que aunque aman la fiesta, la ven de otra manera.
En mi intento de generar debate para entender mejor todo lo que la experiencia no me aportó, tengo claro que la ironía no se entendió bien en su momento. Y tampoco fue bien recibido el intento de (re)culturizar los racós que hicimos cuando existía la comisión de cultura.
Por eso, a veces, uno debe asumir su derrota. Al fin y al cabo, en todas las ciudades pasa que la fiesta se entiende como una celebración (etílica y ruidosa) que pasa de quienes tienen otras necesidades. En cierta manera es normal. Y por eso, quien no lo comparte huye lo más lejos que puede. Pero hay veces que uno, por circunstancias no tiene dinero, o no puede, por trabajo. Así que, como soy de los que cree que si no puedes con tu enemigo hay que intentar entenderlo, este año me he propuesto hacer mi acercamiento a la parte que sí me gusta de todo ésto con la ayuda inestimable de quien sí que está escribiendo su visión futura de la fiesta: mi hija de cuatro años.
La verdad, es una buena manera de crear un vínculo. Primero porque su colegio, tiene la buena costumbre de implicar a los progenitores en el difícil acto de educar en horas lectivas. Y segundo, porque en esa interiorización de la navidad, de Halloween, el carnaval o el valenciano, hay un hueco reservado para el entorno que nos rodea y cómo aprender a quererlo sin los filtros que tenemos los mayores.
Casualmente, este año, era el primero en el que el CEIP Mediterráneo se ha animado a hacer una hoguera. Para más inri, con Picasso como inspiración. En el proceso de su ideación, ha habido disfraces en Carnaval, trabajos, recopilación de cartones y materiales apropiados para hacer la obra de arte, diseño, letras y otras cosas que yo no he vivido, pero mi hija, por lo visto, y a pesar de su corta edad, sí. Y así me lo ha ido transmitiendo con ilusión.
Obviamente, ganar a la primera hubiera sido la bomba… pero no. El indulto pasó de largo y tocó llamar a los bomberos para dejar arder a Picasso, una parte del Gernika, de la vida y de los tres músicos.
He de reconocer que, a pesar de la ausencia de cerveza, la fiesta del sábado fue divertida. Con sus mesas, su comisión uniformada, la Coca amb tonyna, la tortilla y otras viandas, un poco de música de mierda… y la banyà.
Antes de calarnos, llego al porqué de este artículo. Que no es otra cosa, que la emoción de una niña de 4 años recién cumplidos. La primera parte encarnada en los nervios previos al calcinamiento. Ella y sus compañeras de clase se dejaron llevar por el influjo de «la llum de les fogueres» viendo desde las alturas de los hombros de sus padres, todo el procedimiento sigiloso del «encendido».
En segundo lugar, llegaron las preguntas, los porqués y la expectación lógica de ir viendo como los que saben de qué va esto se iban acercando al monumento efímero. El miedo del desconocimiento unido al ruido de los primeros petardos me hizo ver que no es cosa mía esto de que las explosiones no tienen porqué gustarte. Eso generó lágrimas diversas, entre las que añoraban ver todo esto y las que iban asustándose por momentos.
Yo en esto, no mediatizo. Creo que a los niños hay que darles herramientas para que saquen sus propias conclusiones. Y en esa división entre los predispuestos a mojarse y las que se alejaron para evitar el manguerazo, mi hija se dio cuenta de que su ilusión, y el trabajo de medio curso, estaba ardiendo ante el jolgorio generalizado de los niños más mayores.
Mi mente volvió a los buenos ratos del balcón de Luceros y el recuerdo se mezcló con los informes, con el gilipollas que casi me deja sordo en mis primeras hogueras, la comida en El Falucho, la visita con japoneses, el barrio, la plantà, la juerga… y todas esas cosas buenas y malas que acumulo en mis 10 años de alicantinismo fogueril.
A mi hija le gustó el fuego, pero no lo que se llevaban las llamas. Le gustó la fiesta, pero no los petardos. Le gustó mojarse, vivir la experiencia con sus amigas, el picoteo… e imagino que a base de repetirlo, crecer con ello, y con ellos, le convertirá en una buena foguerera durante años. Y a mí me tocará aprender a respetarlo.
Justo ahí, en esa parte de respeto, paseando entre cenizas, con olores encontrados y más música de mierda, entendí que mi déficit de apegos había menguado un poco. Porque mi hija sí que es alicantina por derecho. Y esta es la fiesta que le ha tocado celebrar.
Sólo espero que, cuando pase a la parte emotiva/etílica, no olvide este comienzo extraño en el que todo fue un poco más divertido partiendo del desconocimiento sin los filtros que dejan que cada uno lo viva como quiera y que incluso con eso, las cosas que menos te gustan puedan tener una relación directa con lo que tú amas.
Apurando el último trozo de pan con mojama, mientras suena «la manta al coll» veo en sus ojos esa llama que le lleva a imaginar lo que vendrá después de Picasso, mientras yo me pregunto por qué ya no se hacen ninots irónicos como el indultat del príncipe y sus hermanas subidas a un burro que hay en el museo. La verdad, un poco de ironía no nos vendría mal. Y cambiar alguna cosilla, tampoco.
Pero como he escrito antes, no voy a ser yo quien cambie esto…
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