Al menos, una vez al año, me pongo (o me ponen) en la piel del guiri. Es un ejercicio simple: buscas un guía turístico de Alicante y decides entre una ruta teatralizada, un paseo por las penurias de la guerra civil, una visita al archivo… o como este año, un paseo por la historia de los personajes ilustres de esta ciudad.
Sí, no siempre fuimos una cuna de corruptos metidos a alcaldes (o alcaldesas), empresarios acaparadores o ignorantes egoístas que sólo piensan en su ombligo. No, resulta que hubo un tiempo en el que venían de fuera a admirar las bondades de esta ciudad, un ciclo en el que la arquitectura no era desordenada y en el que los mandamases se ponían de acuerdo para dar la relevancia que merecen a nuestros edificios emblemáticos y a las personas que viven en ellos (o entre ellos). Una época en la que los visitantes, más que a pasar el rato, venían para quedarse.
El viaje empezó en la plaza de Levante, que es como, realmente, se llama la plaza circular donde está la fuente de Luceros. Allí un tal Daniel Bañuls (hijo de Vicente) reivindicó allá por 1930 que nada menos que el jardín de las Hespérides estaba en Alicante. Los caballos que rodean el surtidor simbolizan la frontera entre «el cielo» y la tierra, el agua que emana es vida, las estrellas de ocho puntas son la luz y el «Hércules» que la preside simboliza la fuerza que esta ciudad, al parecer, perdió por el camino.
La magia va más allá de un atronador sonido de mascletá en junio, o cláxones el resto del año. Mientras el grupo de diez, presidido por el cumpleañero majadero, precursor de esta bonita iniciativa, bajábamos por Federico Soto, nos cruzamos con miles de policías que reivindicaban sus derechos salariales.
Con todas las veces que hemos pasado por el cruce de Maisonnave, nunca nos habíamos fijado en la imagen que preside la avenida de las tiendas: la escultura de Eleuterio Maisonnave, primer alcalde electo (por sufragio universal masculino) de Alicante.
Llegó aquí de casualidad, porque la filoxera hizo que su familia vinicultora buscara un paraje apto para seguir cultivando vides. Además de alcalde, fue ministro de la primera república, cocreador de la absorbida CAM, decidió tirar las murallas de la ciudad para expandirla, trajo el ferrocarril a Alicante… vamos que, por un corto periodo de tiempo, tuvimos un alcalde/diputado representante del pueblo, de verdad. Uno que cambió las cosas, que pensaba y que como no había cámaras que fotografiaran sus hazañas se centraba en trabajar.
Más o menos, éso mismo, hizo el señor Eugenio Barrejón, cuyo busto preside el parque que hay en la plaza Calvo Sotelo. Fue el sucesor de Trino González de Quijano como alcalde de Alicante en 1854. Ambos mostraron algo que los tiempos modernos se han llevado: la solidaridad de este pueblo. Eran tiempos de cólera y tifus. Enfermedades que asolaban esta ciudad y hacían que la población huyera despavorida, mientras los que se quedaban luchaban por combatir las plagas. Me quedo con una frase del guía: «Ahora que los políticos han olvidado que su labor es estar del lado del pueblo…» un punto de partida que la grandilocuencia mata.
Y hablando de altruismo, el alicantino más abnegado, también tiene su escultura en una plaza con su nombre, en la que seguro que os habéis bebido más de una cerveza. El doctor Xavier Balmis es, posiblemente, el alicantino más reconocido de la historia.
Lideró la Real Expedición Filantrópica (de 1803 a 1814) con la que consiguió salvar la vida de miles de personas, gracias a su persistencia, su conocimiento y la ayuda de 22 huérfanos, de Tui, inoculados con la vacuna de la viruela y unas cuantas monjas «desconfiadas» que se acabaron convirtiendo en las primeras enfermeras de la historia.
Quizá el Ayuntamiento actual debería hacer algo con su casa y convertirla en un homenaje a alguien que, en su momento, hizo que el nombre de Alicante se asociara a cosas que realmente merecían la pena (no como ahora).
Tras admirar el inigualable nivel del doctor, la visita decayó un poco. Nos paramos en el hermoso rincón del poeta a que el guía nos contara la corta, pero intensa, vida de Vicente Pastor Alfosea, «El Chepa». Creador del Hércules CF y que, a pesar de sus limitaciones físicas siempre trató de fomentar el deporte y la vida sana…
Y del fútbol pasamos a la comedia, con otro flamante Alicantino: Carlos Arniches. Seguramente, al «chulapo de la generación del 27», le hubiera gustado vivir más en esta época en la que la realidad ya es, de por si, un sainete cómico (o trágico, según se mire). Quizá fue el primer alicantino que se dio cuenta de que la Cultura, aquí, no es demasiado apreciada, como le pasó a Antonio Gisbert, al villenero Ruperto Chapí, el monovero Azorín o al onilenco Sempere. Todos ellos emigrantes (culturales).
Es triste, pero éso no ha cambiado, y aunque Arniches tenga un Teatro con su nombre, o a Sempere empiecen a reconocérsele sus méritos artísticos, vivir de la cultura sigue siendo una utopía, o quizá sea que el reconocimiento del artista de aquí sólo es posible cuando ya estás muerto…
Otro ejemplo de este mal a erradicar (como la viruela) es el maestro Gabriel Miró, que al menos, tiene el «premio» de dar nombre a la plaza más bonita de esta ciudad. Es curioso que a mil kilómetros de aquí, una profesora de literatura me regalara «El libro de Sigüenza». Ella era una enamorada de la Generación del 14 y decía que mis descripciones (salvando las distancias) le recordaban a la particular forma de adjetivar que siempre tuvo el maestro Miró. Y es curioso que teniendo tan buen referente en esas lides, esta ciudad esté tan huérfana de adjetivos positivos últimamente.
Nos quedamos mirando al palacio de Correos, mientras el guía nos contaba historias sobre el amor loco de Edith Piaf y Marcel Cerdán, nombre (el de este último) del bistrot con piano blanco que durante tantos años «esquinó» esta plaza.
El preludio del final de la visita nos llevó al museo de hogueras. Allí la mayoría de personajes ilustres son anónimos. Hay una mezcla de cariño por lo alicantino y poder rancio que da miedo.
El guía nos dijo que el museo era uno de los lugares preferidos por los turistas. Y me parece lógico, porque allí hay una mezcla de colores y preguntas en el aire que resultan bastante atractivas. Los que venimos de fuera no entendemos demasiado la parte cerrada de las celebraciones del final del mes de junio, quizá porque quienes las «regentan» están más preocupados en ganar dinero y en viajar a Goteborg o a Lisboa que en hacer partícipe a la ciudadanía de lo que, realmente, significan. Pero, al menos, sí que han tenido la feliz idea de conservar las indultadas críticas sociales, las fotos en blanco y negro y dejar abierta la posibilidad de que un buen historiador te cuente, en ninots, la historia reciente de esta ciudad, desde Quijano, hasta Caruso y «la collares», pasando por la brillante idea de llorar quemando hermosos cuadros, José María Py o el himno que todos los alicantinos se saben de memoria.
Para acabar, nos tomamos un Negroni en el remozado casino. Con los policías haciendo ruido en la Concha, La Explanada, y el puerto, con toda su grandilocuencia vista desde arriba y una nueva historia de «paletismo patrio» encarnada en la patada en el culo al ilustre renovador Amadeo de Saboya, que aunque no fue muy apreciado en España, sí que fue querido por los alicantinos, casi tanto como su princesa de la Cisterna.
Resumiendo: Somos el jardín de las Hespérides y cuna de las estrellas de ocho puntas y de ilustres, y anónimos, masones. Tenemos antecedentes históricos de alcaldes que peleaban por su pueblo, médicos que curaban la viruela, artistas que nunca fueron profetas en su tierra, ciudadanos altruistas, una arquitectura ordenada y turistas ilustres que, a parte de a emborracharse, venían a disfrutar del paisaje, de las gentes y de las bondades de Alicante.
La pregunta obvia es ¿qué hemos hecho para acabar como estamos? y la parte positiva es pensar que si en un tiempo fue posible, ahora también lo es.
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