Una luz tenue y gafas de leer de esas que utilizaba mi abuela para hacer ganchillo, una sombra tras un biombo, y el silencio, no para dormir, sino para escuchar, que, a veces es casi tan revitalizante como cerrar los ojos.
La voz de Juan Bay rompe la mutez. El texto que ha elegido me suena, no sé si porque lo he leído o porque yo también estuve en una jaula encerrado alguna vez. Quizá las cuerdas de las que hablaba, hirieron mis muñecas. Tal vez fui yo la amante muerta reencarnada en el clavel cortado que acabó marchitándose sobre una tumba con un epitafio de amor agonizante.
No sé. La genialidad, a veces no es más que una idea desarrollada en 20 minutos, lo mismo que dura una siesta reponedora, o una cerveza en el Viva La Pepa, o un mojito en El Coscorrón ahora que Chule, a veces, también, se apellida Bay.
Yo no sé porqué cojones la gente tiende a admirar a los autores muertos o a esos ídolos de barro esculpidos con la fama. Yo soy más de lo palpable y del juicio impertinente que siempre da una buena cerveza, o la subjetividad «degustable» de algún salteado de mercado humeando en un plato. Y de eso Juan Bay sabe más que las madres con caras de salidas, o de esos, y esas, adictas a las ataduras que abundan por estos barrios de mala muerte. Yo prefiero seguir perteneciendo al club de los que gozan pensando y les gusta que, como ayer hizo el eldense errante, me hagan penar.
El lunes que viene, a eso de las nueve, toma el testigo otro buen amigo, o así los considero yo. El maestro Alfonso Copé, más ávido con la guitarra que con la palabra, pero veremos, o, más bien escucharemos.
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