Así que teniendo un sitio adecuado, y la conveniente lechigada de «bohemios», sólo faltaba un público entregado y capaz de entender lo que allí se estaba a punto de representar. Así que, con total receptividad, pusimos nuestros sentidos a disposición de lo que el director del acto nos proponía y abrimos de par en par nuestros ojos y nuestros oídos, para no perdernos ninguna de las proposiciones que, a lo largo de una hora y pico, íbamos a tener la suerte de degustar.
Tras el pertinente, y merecido aplauso a la fotógrafa de la Stéreo, Matellán y Juan Carlos Cárdenas se plantaron en el jardín y procedieron a llenar el techo del local de nubes sintéticas. Seguramente fue, junto al megáfono del chino que utilizarían un rato después, lo único artificial que vimos por allí. Las mariposas volando por encima de los músicos, los sueños cumplidos, las risas y las emociones eran tan reales como los amores de festival que todos hemos vivido alguna vez o el mirasón que rompimos en pedazos cuando Carlos Gómez nos demostró, que menospreciar a las nuevas generaciones es otro error que deberíamos subsanar. Una frase perdida entre sus versos: «lo bonito que puede ser equivocarse» dio razón de ser a nuestra presencia allí, y nos dio pie a hacer balance de todas nuestras equivocaciones, de echar de menos a los ausentes y hacerlos partícipes, de lo que estábamos viviendo, con un mensaje de twitter o una foto de instagram.
El ukelele fue nuestro billete de vuelta a la realidad alicantina. Volvimos a darle la razón a Shalma y siguiendo su plan, improvisamos palmas y canciones de ornitorrincos. Javier Cafeína nos demostró que tiene buena vista, o mejor memoria que nosotros, recitando versos escritos, a la antigua usanza, en un pequeño cuaderno. La poesía fue saltando, del micrófono del escenario a la linterna que alumbraba la voz de los poetas, pasando por la barra, las mesas, las caras de admiración de gente de edades variadas. Homero, Filipo de Tesalónica y Leónidas de Tarento podrían haber firmado esta versión moderna de una tragedia griega.
Los fotógrafos presentes, no daban abasto. Los objetivos perseguían el arte entre las mesas, la zona de confort dejo de serlo, Han Solo se unió a los coros desde la puerta del baño… de repente, los artistas éramos nosotros. No nos alumbraban focos, pero en nuestras cabezas se escribían compulsivamente versos que rimaban con el presente, ilusiones asonantes dramatizadas por el rec de una cámara que grababa escenas de la vida real. Los estribillos eran sonrisas de media cara, el aplauso una conversación compartida con los protagonistas, o con los bloggers a los que, por fin, poníamos cara.








Qué buenas estas iniciativas artísticas!! estuvo curioso…
Bonita crónica chicos!!
Un saludo.Lucia