Cuando uno es padre, aprende a ver el mundo de otra manera. Es como si las calles, de repente, fueran una página de un libro de ‘Llibres de Chus’. Y te conviertes en un cuentacuentos para bebés: descriptivo, pausado… Matizando cada color, explicando cada vuelo de mosca, como si en vez de un bichejo, fuera un dragón el que sobrevolara a tu hija.
Yo soy más de Teresa que de Cenicienta, y veo la vida como «Ojo Oso»…el escenario, petit o no, lo pintas tú, igual que te encargas del Atrezzo, o la banda sonora. Y disfrutas, porque en cada matiz está la parte de inocencia que uno pierde cumpliendo el deseo de ser mayor que todo el mundo tiene.
La crianza es un viaje de acompañamiento. Tiene sus momentos chungos, pero, en general, es divertido. Y más si te lo tomas todo como un aprendizaje. De tanto ponerte en los ojos de tu hija, acabas viendo la vida como la ve ella: desde abajo, sin el miedo que da saber que los segundos se pierden y no vuelven, queriendo tocar o chuparlo todo y buscando palabras, sonidos y onomatopeyas que describan de la mejor manera posible lo que vives.
Así, con la vida como un parque en el que vas cambiando de columpio, el domingo acabamos delante de un petit escenario viendo las aventuras de Pucinella, un bichejo malvado criado en la Camorra napolitana que como habla raro, resuelve casi todo a base de palos.
Eso lo dice mi subconsciente adulto. El infantil ve solo dos títeres de guante coreografiando momentos varios.
Aunque mi hija es aún pequeña, he dejado de explicárselo todo. Sus charletas inventadas son más divertidas que cualquier cosa que yo pueda decirle. Si no le entiendo, aplaude. Se contagia de las risas ajenas, se asusta cuando el niño mayor que tiene delante se tapa los ojos. Grita, se revuelve, me mira y me dice muy seria: «NO SE PEGA», masticando un cacho de bocadillo de tortilla, con el ceño fruncido y su dedo índice negando impulsivamente.
A los tres minutos de palos perdió el hilo, se olvidó de la cena y se fue a buscar a Pau, a su madre, a sus tíos y a su prima. Y yo me quedé cuidando el carrito, paladeando el último cacho de bocata y pensando en la suerte que tienen en Sant Joan teniendo a gente proactiva como Chus o Alberto Celdrán que se inventan cosas maravillosas como este Petit Teatre que educa de mil maneras, a los niños, y las niñas de todo el entorno.
Lleno absoluto, aplauso atronador para las manos, y la imaginación, de Irene Vecchia, antes del paseo, el helado y el regusto del verano a la luz de la luna en un escenario llamado vida. Pequeño, pero lo suficientemente holgado para no perder las ganas de imaginar, crear, aprender y educar como si, a veces, el padre fuera otro, o el niño fuera, otra vez, yo.
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