Hace unas semanas, Carmena en la Cadena Ser, revelaba que durante su periodo de Alcaldía en Madrid había suprimido las presentaciones estúpidas, mientras le daba un palo a Ignacio Aguado por inaugurar unos dosificadores de gel hidroalcóholico en el Metro.
Muchos políticos tienen la «enfermedad de la foto». Es como si quisieran coleccionar instantáneas haciendo tonterías y, a veces, no se dan cuenta de que más que ganar votos hacen el ridículo.
Hay actos institucionales ineludibles y al ciudadano le compensaría más un grado de cercanía en las explicaciones o unas ruedas de prensa en el que el Concejal de Turno no se limitara a mal leer un discurso escrito por sus «empleados» de comunicación.
Alicante es una ciudad propicia para esas fotos: por el sol, y porque muchos votantes aplauden las gilipolleces porque no tienen la capacidad crítica o el criterio para pensar que las dos horas que están de paripés, los políticos no están haciendo lo que deberían estar haciendo.
La foto se la deberían hacer los artistas, los técnicos que buscan jurisprudencia para llevar a cabo los proyectos, o los vecinos insistentes que a base de escritos y reclamaciones consiguen una zona verde, un alumbrado, arreglar el bache que ha creado cientos de accidentes, o la acera rota con la que todo el mundo se tropieza.
El resto, son ridículas estampas de encorbatados haciendo que ven exposiciones, segundos en obras por las que ya no vuelven a aparecer, o ridículos como sacarse una foto (para Europa) en una señal de «ciudad 30» o en un skatepark con sus pintadas y todo.
Al menos, para todo eso se podían quitar sus zapatos de cien euros para hacer ver que, al menos, un día a la semana, pueden ser personas como tú y como yo. Pero ni eso.
La cuestión es que lo que importa del relato es el arte en la exposición, o la zona verde en cuestión, o el propósito ecológico o el bien para el barrio… no la foto del político.
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