La buena vecindad es un hábito en desuso. Desde que el minuto escaso de ascensor sustituyó a la conversación larga y tendida de (radio)patio, ya no tocamos la puerta del vecino ni para pedir sal.
En esa tesitura yo he vivido diferentes fases: desde la cercanía con los vecinos de la casa de mis padres, hasta la necesidad de pasar desapercibido cuando eres estudiante, juerguista o estás de alquiler en una casa de paso.
Hace un año me mudé a mi primera urbanización como consecuencia del ahogamiento de mezclar paternidad con pandemia en un centro de ciudad con parques sin sombra, sin bares y sin visos de complacencia parental de divertida tarde de trasiego de tobaganes y columpios. Ni siquiera como el deporte nacional del padre: el desahogo.
Entre 150 vecinos hay un poco de todo. Con la mayoría es difícil que pases de un «hola y adiós». Otros están en esa fase de piso de paso por la que yo pasé y, porque no decirlo, la culpa de la asociabilidad relativa la tiene el haber «desarrollado» ese detector que Terminator usaba para localizar (y matar) humanos, que en una época te ayudaba a filtrar mujeres, hombres y viceversa, y ahora analiza a la gente por lo compatibles que son las edades de sus hijos con la de la tuya.
Con esa gente, tienes una relación relativa, que nunca va a más, porque el parque y la piscina no son tan buenos sitios para intimar como los bares en los que se han iniciado tus amistades más duraderas. No sé si porque el alcohol ayuda, o porque compartir experiencias etílico-vergonzosas ayuda a quitar de la ecuación complejos, diferencias y esas cosas que el ejemplo de padre manda a tomar por culo.
Quizá por eso, y porque estoy en plan ¡Aupa Etxebeste! para las vacaciones, se agradece que este (desconocido para mí) finde de las Urbanizaciones, unas cuantas vecinas hayan llenado el patio de mi casa de hinchables, espuma, paella, cenas temáticas, remojones y alguna cosa más. Diversión transversal, que es la más difícil de las diversiones. Porque nunca llueve a gusto de todos, y menos en plena sequía (imaginativa).
Esta es la semana en la que hace no demasiado, estaba dándolo todo en la plaza del Trigo de Aranda. Este año, la pulsera ha sido diferente, el gentío más parecido al del Sonorama Primigenio y aunque la música, en muchos casos, no va en consonancia con mis gustos, estoy de vacaciones y el buen vigía usa su abanico de fonemas para otras cosas.
Se trataba de conocer mejor a algunos de esos seres sin nombre, que mi radar de padres/ madres de nenicxs de 4 años para abajo, deja fuera de mi vida social-vecinal rutinaria. Aunque mi úlcera musical se haya resentido un poco con tanto reggetón y música que nunca debió haber viajado más allá de las farras de los noventa.
Fuera de eso, la fiesta ha sido diferente, pero brutal. Los niños han dejado los móviles de lado, han aprendido lo que es una batucada, han tenido una pizca de verano de pueblo, que no tienen todos los niños de ciudad y hemos compartido algo más que derramas, discusiones y fluidos de piscina.
Mañana retomaremos la dinámica habitual. Unos seguirán con su pádel, otros nos veremos en el parque, nos saludaremos cuando cojamos el coche en el garaje… pero igual, acumular «Halloweenes», navidades, findes de comunidad y estas cosas, hacen que el «hola y adiós» de ayer, se convierta en ¿qué tal estás? o en ¿haces algo hoy? o en ¿a qué te dedicas? o en quitar el roll de padre, de madre, de friki, de fantastic girl… o de lo que a cada uno nos pongan, desde el desconocimiento que da ser vecinos, en muchos casos, para el resto de nuestras vidas.
No podemos cambiar el mundo. Pero sí podemos hacer que el barrio sea un poco más agradable. Aunque sólo sea para que no nos dé vergüenza pedir un poco de sal cuando nos falte.
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