La diferencia entre un gobernante y un ciudadano es que el político presenta un proyecto a bombo y platillo, se hace la foto cuando acaba la obra y si no vuelve a pisar el sitio en cuestión, su cabeza da por sentado que todo cumple con lo establecido en el proyecto y con lo visto el día de la inauguración.
El ciudadano es el que sufre la obra, mientras tiene lugar, y el que vive in situ el deterioro que empieza en el mismo momento en el que el foco se apaga y el señor encorbatado se va.
¿Cómo diferenciarlos? En los perfiles sociales de los primeros, la imagen de la fiesta es jolgorio, gentío, color… en las del segundo: meadas, potas, adoquines rotos…
En el discurso de los primeros, la ciudad que gobiernan puede equipararse a un paraíso perfecto en el que nunca pasa nada malo: ni hay tráfico de más, ni suciedad, ni problemas, ni contenedores desbordados. Los segundos enumeran todos esos problemas que a los que gobiernan sólo les preocupa una vez cada cuatro años.
Los primeros prometen (en esa época electoral). Los segundos se sienten engañados los otros 4 años.
Los primeros deciden sin contar con nadie. Los segundos, cuando están implicados en lo que viven, son los que sienten la frustración de lo que el incumplimiento de esa promesa supone.
Los primeros ven una cosa templada, dentro de un discurso, un proyecto en un papel, una sonrisa con fecha de caducidad, una foto… Los segundos ven lo que es.
Se podría decir que la política se ha convertido en una especie de Instagram. Por eso, para que la realidad no pase a un segundo plano es tan importante la participación ciudadana. Por eso es indispensable la crítica. Por eso, acabarás mojándote aunque no quieras. Y, sobre todo, por eso, es más necesario el ciudadano (custodio de cada rincón de su ciudad), que el que dentro de cuatro años quizá ya no esté.
Deja una respuesta