Alicante es una ciudad de paso, sin apegos, en la que sólo existe el corto plazo. Aquí los amores son efímeros, las costumbres arden, como el fuego de una hoguera anual cada 24 de junio, y los cimientos se tambalean, y se rehacen, y se vuelven a tirar, y se vuelven a hacer.
La sangre fenicia sigue latente, y cuando el comercio vale más que el romanticismo, la idiosincrasia y los valores brillan por su ausencia.
Tras casi cuatro años aquí, uno se acostumbra a la condición de pasajero de casi todo. Lo malo es que mi memoria está educada de otra manera y mi concepción del apego, va más allá de lo fugaz. De ahí, que no pueda olvidar rincones que ya no existen, como el Unbuendía o emocionarme, al pagar la última cerveza en el bar donde mi historia en Alicante se empezó a escribir.
Podía haber caído en un millón de rincones de la terreta, pero el azar quiso que mi primera casa aquí estuviera en la Calle Argensola. Apenas conocía 4 ó 5 personas en esta ciudad, buscaba entenderla, encontrar mi sitio y lugares que me ayudaran a sentirme cómodo, a implicarme y a seguir viviendo la vida de la única manera que sé vivirla.
Siempre he creído que el mejor punto de partida es encontrar un lugar de encuentro, una localización de esa buena vecindad en desuso, donde crear una nueva familia que supla el cariño que te daba la que dejaste a casi 1000 kilómetros- Y ¿por qué no? compartir una cazuela con buenas viandas, unos tragos, y, de fondo, unos buenos temas de música añeja.
Y allí, estaba todo…
Recuerdo mi primera vez. Mi compañera de piso, de entonces, había reservado una mesa para cenar con sus amigas y yo llegaba de un paseo impersonal y solitario por la playa de San Juan. Me apetecía una cerveza, y, claro, estaba enfrente de mi nueva casa. Abrí su vieja puerta y un simpático italiano, Luca, me sirvió una birra mientras conocía a las amigas de mi «compi» y al cocinero de la Nyora.
Al rato, Oscar, salió de su pequeño rincón. Era uno de esos tipos que, a primera vista, se nota que es buen tío. Resultó que era de Donosti, y que tenía una mano en la cocina única, y diferente a la de los sitios que me habían llevado por éstos lares.
Una semana después, estaba en aquella misma mesa, a puerta cerrada, con el bajista y el batería de Pony Bravo, hablando de Steward Copeland, con un artista sabio, con reflexiones interesantes, llamado Javi, que a la postre, sería mi mentor en el extraño mundo desvariante que me iba a rodear.
Aquella noche, me sentí como un niño huérfano que, «poquet a poquet» conoce a su nueva familia: Jesús, el fotógrafo, Juan Bay (el poeta), Francis, el profesor de vida, Ana, Carlos, Lorena… luego llegarían Valeriano, Graciela, Davis, Clara, Rubén, Dani, Ginés, Olivia, Ramón, Tere, Santiago, Charly, Ítalo, los perritos… y entre todos, cambiaron mi concepto de la ciudad a la que el amor me había llevado.
Lógicamente, he perdido la cuenta de las cervezas que me he bebido en esa barra, echaré de menos las tostas de atún, o de solomillo, las brochetas de gambas y bacon, los huevos rotos con Bacalao… pero en mi retina, quedarán grabadas para siempre las fanegadas, las noche-viejas locas, las conversaciones de barra, las improvisaciones con la guitarra, la presentación de mi libro, las inauguraciones de las exposiciones de Jesús y Javi, las botellas de vino de Las Hermanas, la instalación de la tele para el mundial, el «cerrado por funtastic», el cambio de color de las paredes, las humedades, el calor mortal, la torzapina, los disfraces, el bulo de Victoria Lennon, las alubias con careta, la «lentejada» del Looping festival de Rubén, el «olé por tu arte», Jim Morrisey, las milongas de miércoles, Amelia y su poesía, el maridaje de Cockteles de La Vereda, los postconciertos a puerta cerrada…
Alicante es una ciudad de paso, sí, pero en la corta estancia, hay momentos que se te quedan grabados. La familia bien avenida permanece unida aunque se mude y, por suerte, el local queda en las buenas manos de una parroquiana habitual: Olivia, y un Mexicano, al que aún no conozco demasiado. Por suerte, la Ambrossía sigue abierta, para que todos estos buenos recuerdos no se pierdan y tengan continuidad, más allá de la última bajada de persiana. Y espero que Óscar tenga buena suerte en sus nuevas aventuras y si las vive por aquí cerca: mejor.
Paca dice
Cuánto he disfrutado en ese pequeño restaurante del buen comer, exquisita mano cocinera la del buen mozo de donosti, grande Oscar, yo fui primeriza, yo conocí al gran Anselmo. Siempre buen ambiente, buen sabor.
La ambrossía siempre estará en mis buenos recuerdos.
Tengo mucha suerte, voy a asistir a la inauguración de la próxima aventura de Oscar y por supuesto al nuevo de Olivia.
Un abrazo chillao a tod@s los ambrosios y ambrosias que pasaron por allí y no dejaron de pasar.