En el PRELUDIO ya expresé lo que Ricardo Lezón ha supuesto, y supone, en mi vida. Una crónica no haría más que reafirmar lo dicho anteriormente. Así que quizá debería centrarme en el contexto, en el hecho de empatizar con 50 o 60 personas que se me parecen en algo, porque estaban ahí. Esas que decidieron que este miércoles no iba a ser un día cualquiera.
Cada uno lo vivió a su manera. Las catarsis son variadas. Hay quienes lloran para dentro, están las que se abrazan. Hay quien vuela a un momento que se intuye por su forma de susurrar la letra… pero incluso el más insensible entiende que el carisma no está reñido con la timidez. Y la atmósfera vampírica y cuarentona iba agotando botellas de cerveza. Quizá demasiadas.
Es divertido medir la distancia que separa la melancolía de la tristeza. Encontrar tu límite y atreverte a seguir un poco más, envueltos en las letras de «Los valientes», «la cara noroeste» … la electricidad fluía, antes de sonar y todos nos movíamos lentamente, en nuestro cuadrado, como si alrededor hubiera una especie de campo magnético que nos permitía fluir, sin necesidad de ayudas ajenas, ni conversaciones, ni hostias. Simplemente, asentíamos coordinadamente como si entre todos hubiéramos perfilado el repertorio, e inventado un baile sin necesidad de ensayo previo.
Viento Smith no es de muchos discursos, pero su música hablaba sola. Con cada acorde y cada nota, parecía como si estuviera emulando al McEnroe de verdad, rompiendo raquetas de tenis en la cancha de la vida, liberando una energía emocional que todos podían sentir, sin estridencias, pero con un halo hipnótico que muchos buscan, y pocos consiguen.
El concierto fue un recordatorio de que a veces, el frío, el carácter retraído, las penas y la hipocondria mental también tienen su lugar en la vida, y que la música puede ser un medio para canalizar esas emociones y acercarte al momento justo en el que todo cuadra y sientes que tus cicatrices sanan todas, de repente.
La actuación de Ricardo Lezón no dejó a nadie indiferente; dejó una impresión duradera en aquellos que decidieron ganar un miércoles así. Todas conectamos, aunque no hablamos. Y compartimos aspectos personales sin comunicarlo, porque estábamos sumergidos en una experiencia que compensó perdernos cualquier otra cosa.
Al meterme a la cama entendí esa pequeña alegría que mi hija siente cuando escucha un cuento antes de dormir. Ese momento de luz tenue, que se disfruta más los miércoles.
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