Casado y Montón se han encargado de dejar al descubierto un mal endémico español: la titulitis. No voy a ser yo quien tire la primera piedra, porque en mis tiempos mozos, también coqueteé con la picaresca maquillando un curriculum con un poquito más de inglés del que sabía… me vine arriba con el alemán y, ya que estaba, también añadí uno o dos masters, informática y no me acuerdo cuantas cosas más.
La lección fue inmediata, porque en la primera entrevista de trabajo entendí el significado de «se coge antes a un mentiroso que a un cojo». Mi dimisión irrevocable de la mentira me llevó 3 meses a Edimburgo y unos meses más a un bonito pueblo irlandés llamado Galway, donde aparte de aprender inglés, me conocí mejor a mí misma.
Tal vez por éso no entienda muy bien esas renuncias a medias, con los adioses a regañadientes como autoconvencidos de que la mentira no es algo malo. Los políticos, y las políticas, deberían ser un ejemplo para la sociedad, aunque empiezo a creer que reflejan a la perfección el día a día de lo que ocurre en este país.
Resulta irónico ver a un compañero tildar de ladrón a un compañero que cada viernes arrampla con todos los bolis, subralladores y libretas que encuentra en el trabajo. Esa normalidad del pequeño hurto es la que imagino que trasladan los políticos a su rutina, esa pequeña mentira, ese minúsculo secreto que nadie va a saber, ese medio gas escudado en la condición de español ¡es que nosotr@s somos así! que deriva en un votante rastrero que dice a viva voz que haría lo mismo si el tuviera la posibilidad de estar ahí.
¿Quién pone el filtro? o ¿quien define el punto mínimo de moralidad? ¿Un máster? ¿o una golosina? ¿o un curriculum? ¿o una mierda extendida que se convierte en normal sin que nos demos cuenta?
No me gustan los mentirosos. Por eso salgo cada vez menos. Por eso hace años que no voto.
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