El lunes fue un día de literalidades, hipérboles y el relativo asco que deja todo lo que roza, aunque solo sea un poco, la política.
Si el Lichis del «vestidos de domingo», que me educó casi más que muchos profesores, hubiera sabido lo que estaba por venir, seguramente, hubiera «lisergizado» más las exageraciones. Pero como en la segunda estrofa de «la fábula del hombre lobo y la mujer pantera», algunos sólo hemos quedado para aparecernos en las curvas a las orquestas pachangueras.
Y ahí, en una verbena del Covid, en las Fiestas de Sant Joan, me reencontré lo que la invisibilidad y mi paternidad había retrasado casi 15 años: un concierto del líder de la Cabra Mecánica, al que recordamos por un anuncio y una canción que cantó con María Jiménez, cuando tiene auténticas obras de arte del costumbrismo, poemas de tres o cuatro minutos con verdades como puños y frases que se me han ido apareciendo en mi día a día como la chica de la curva. Mi favorita: «las sobras se las comieron las ratas, esta noche no hay croquetas».
Con vestido de lunes, sin jaulas ni peceras, pero con chispeo de lluvia, ahí estaba el Gurú al que perdí la pista en el Hotel Lichis. Como a él, cuando dejé de salir se me acabaron las ideas brillantes, me casé con la musa y cambie los días de vino y rosas por rutina, hipotecas y rumbas circunstanciales.
A gente tan triste, o nostálgica, sólo nos quedan los recuerdos, beber agua, en botellín, (bajo unos focos «encondonados»). Y allí sentados en una silla de plástico, nos comimos esos nuevos hits que sustituyen a las canciones que sonaban en mis duchas de motivación postadolescentes.
Volviendo a la literalidad del principio, os diría que no os creyerais la mitad de las cosas, porque las licencias poéticas sirven para maquillar defectos y exagerar virtudes. Y que sea diferente, no significa que sea malo. De hecho, a veces, es mejor ser telonero que comprar la fama, o venderte al éxito.
Y ahí, con la dignidad de ser un músico de provincias, es cuando puedes permitirte el lujo de dejar hablar a tu experiencia y descubres que para llegar hasta aquí han hecho falta muchos días de «felicidad», con «reinas de la mantequilla», macetas rotas, a veces un cielo… y muchas medidas de arroz. Pero la vida cambia y, como imagino que le pasa al Lichis, mis poemas de hace veinte años no me representan en exceso, ni me gusta ver a los Maiden con sesenta y pico tocando «The Number of the beast», cuando todos tenemos ya más de diablos, por viejos, que de salvadores del mundo.
No me llames iluso, por querer ser lo que fui. Pero un traje no hace al Lichis, y más si ves su estampa tocando sentado, rezando para que no llueva y contando historias de abuelo cebolleta entre canciones, mientras dos buenos músicos: Joe Ezeiza (y sus cacharros) y Dani Patillas (a los bajos) le acompañan. Seguramente no es lo que muchos maduretes de mi alrededor esperaban, pero…
Yo me lo pasé bien, porque lo bueno de ver un concierto sentado, y sin cerveza, es que aprecias otros matices, como las letras. En estos tiempos de perreo simplón, se agradecen canciones sobre gentrificación, cazadores de mariposas (mi favorita de la nueva época) o teloneros de lujo.
Si te pones a contar, posiblemente, los perdedores ganemos por goleada, aunque muchos se empeñen en hacer ver, en Instagram, que son felices. Lo difícil de aprender es a asumir que no hay coartada posible para impedir que los años pasen y parezcamos girasoles mirando al suelo, cambiando el ansia por cambiar el mundo, por la consciencia suficiente para degustar el giro de nuestros pequeños mundos.
El puto Lichis me alegró el lunes, sin rumba y con una pedal steel guitar, bajo el chispeo de una fiesta de pueblo diferente en Sant Joan con fondo de Toni Cuatrero y aplauso de viejo, vetusto, añejo, longevo, arcaico… acumulando horas de vuelo, sin despegarnos del suelo.
Bastante mejor hacerse viejo en una plaza, que viendo Tele 5 en el sofá..
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