El ser humano tiene el don de adaptarse a casi todos los medios. Si hace un año nos hubieran hecho imaginarnos una vida sin bares, sin conciertos y sin abrazos, nos hubiéramos echado a reír (o a llorar). Ahora hay ratos en los que el tiempo pasa menos rápido. Algo que se agradece…
Sin alicientes sociales en grupo y con los horarios restringidos, las relaciones se limitan, en general, al paseo con conversación. Los hay hasta que simulan un encuentro casual por la calle, para saltarse a la torera la limitación de dos no convivientes, salvo en una excepción que, personalmente, me maravilla: el uso de los bancos para socializar, desayunar, leer el periódico, o desconectar cinco minutos antes de volver a esta (ir)realidad siniestra.
Es como si esos acumuladores habituales de polvo, se hubieran convertido en nuestra particular burbuja de normalidad. En ellos fumamos, hablamos, comemos, bebemos, respiramos… ayer no había ni uno solo libre en todo el centro de la ciudad de Alicante.
Cuando encontré un hueco donde aposentar mi culo me di cuenta de la importancia de parar. Algo que sin pandemia no solemos hacer: Fumamos caminando, comemos mientras hablamos por teléfono, nos llevamos el café a la oficina, pasamos de hablar porque tenemos prisa, o pensamos que habrá un momento mejor en una terraza, con una cerveza… pero ahora, no. Ahora la prisa mengua y, aunque la vorágine laboral, la inquietud de los hijos y todo lo demás sigue siendo igual, el banco nos regala el tiempo que en otro momento, desperdiciamos.
Y eso es algo que deberíamos guardarnos cuando los miedos pasen a mejor vida y volvamos a esas carreras contra la nada que tanto nos cansan, cuando preferimos estresarnos, en vez de pararnos a ver lo que pasa a nuestro alrededor sin recurrir a otro que nos lo cuente.
Ayelén dice
Gracias por tu post. Reciba un cordial saludo.