Acabo de pasar por el homenaje a Miguel Ángel Blanco que hay en la Rotonda de Gran Vía con Alonso Cano (Alicante). He dado tres vueltas a la rotonda, como queriendo poner en orden mis recuerdos y contextualizar cómo encaja eso en toda esta vorágine de los que critican a Bildu, ahora que en vez de matar tratan de hacer política, o los que se acuerdan de Txapote para rascar un puñado de votos.
Siendo sincero, a mil kilómetros poco se sabe de la realidad del País Vasco. Ni la de entonces, ni la de ahora. Quizá por eso, es tan fácil confundir a la gente politizando recuerdos o desorientar sobre lo que, en realidad, ya no queda de ETA.
Me he sentado a escribir esto entre los claveles blancos que la corporación municipal ha colocado esta mañana en la sombra de la escultura y me he puesto a leer el comunicado de prensa al respecto. Leerlo me ha recordado algo que dijo Consuelo Ordóñez el otro día en una entrevista en La Ventana de la Cadena Ser: «Lo triste es que se haya hablado tanto de la muerte de mi hermano, pero que nadie hable de lo que fue su vida».
Puede que sea políticamente incorrecto, pero me da un asco tremendo la utilización partidista que se hace de esto. Nadie olvida lo que pasó. Y mucho menos, los que podemos poner nombres y apellidos a cada parte de la historia que otros pretenden contar por nosotros.
A todos estos mártires del recuerdo, les podría hablar de la mañana que explotó la bomba que mató a José Ignacio Iruretagoyena. Cómo sonó y cómo lo vivimos, porque los restos de la masacre nos quedaban de camino al instituto.
También podría explicaros lo que suponía llevar un lazo azul en la única clase de castellano del curso. Lo que impacta que los municipales planten el coche hecho pedazos de Joxe Mari Korta delante de la garita del parking donde te sacas cuatro duros en verano. O lo que es estar esperando a un profesor y que suene un disparo.
A mí toda esta gente con lágrimas de cocodrilo, no me va a contar lo que es enfrentarme a gente con la mente lavada, ni lo que es que te miren mal por no cantar o escribir en euskera porque no me sale de los cojones. Yo he metido a Guardia Civiles en un Gaztetxe, y a abertzales en el bar del cuartel. Me he tomado copas con el concejal del PP de mi pueblo ante la atenta mirada de dos guardaespaldas, he hablado de jardinería, y de la Real, con el del PSOE y me he comido unas alubias con el de Bildu.
Todo ese puto pasado, que tanto les gusta recordar a algunos, tiene miles de capítulos escritos en cada cabeza de cada vasco. Y por mucho que mientan, o quieran tergiversar los sentimientos que a cada uno nos provoca aquello, no pueden, porque, justamente, cada uno tiene sus razones propias para perdonar, para pasar, o no, página o para pelear cada día contra uno de esos momentos que te cambian la vida sin que tú tengas la culpa.
Euskadi ha cambiado mucho, más rápido de lo que cualquiera de los que vivimos aquello podíamos imaginar. La perspectiva no entiende de matices. Y ahí están las víctimas, las condenas, la historia y las crónicas (y ahora las series y las películas) para recordarnos cómo fue cada cosa con pelos y señales.
No sabéis lo maravilloso que es que, en vez de sufrirlo, forme parte del recuerdo. Y es muy necesario recordarlo para que no vuelva a suceder, igual que hay que acordarse del franquismo, el GAL y de todos los sin sentidos que han ennegrecido nuestra historia.
Pero para hacerlo, no es necesario remover la mierda, ni hablar en presente, ni distorsionar lo sucedido, ni encumbrar a quien lo merece, ni desmerecer al que lo ha sufrido. ETA es pasado, por suerte. Cercano, pero pasado al fin y al cabo. Perdonar lo que hicieron, o borrarlo, es imposible. Pero si en Euskadi han aprendido a convivir y a caminar hacia adelante, igual es hora de que en el resto de España, también, aprendamos a mirar al futuro, porque hacerlo, no implica olvidar, pero quizá ayude desdramatizar para que la perspectiva nos haga poner en valor no a las 1.451 víctimas mortales, sino lo que nos perdimos, o lo que nos queda de la vida de cada una de ellas.
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