«dejarse llevar, suena demasiado bien»…
Las casualidades son la mejor brújula del mundo. Todavía hay sitios a los que el Google Map no te teledirige y partes de la realidad que ningún influencer que se precie, puede grabar en vídeo.
Hoy, la cosa no va de mostrar el lado feliz de tu vida, sino de indagar un poco en la parte que necesitas llorar de tu relato.
En una tarde normal, a las 19.00h estaría bañando a mi pequeña fiera, bajando revoluciones o pensando en una peli para que parezca que es sábado. Pero tres factores alteran el plan por sorpresa: ha habido siesta, estoy en el centro de Alicante y esta noche hay cambio de hora y conviene adaptar los bioritmos para que este veroño eterno no termine de volvernos locas a todas.
El centro está lleno de coches, pero yo aparco a la primera (casualidad, para variar), corremos a ver si llegamos al espectáculo de danza del Aula de Cultura, pero con las obras y el gentío con olor a tardeo o a calabaza revenida, llegamos tarde y, como es lógico, no nos abren.
A veces me pregunto para qué vale la AGENDA. Y hoy, para mí es un salvavidas, o la evidencia de que si quieres, hay un plan a la medida de tus circunstancias esperándote.
Tengo una responsabilidad como padre. Y hay vetos obvios que no me puedo saltar. Así que mando un mensaje para ver si queda sitio para ver a Miriam Doménech Santacreu en el Tumbao. Y la tercera casualidad es la suerte: hay entradas.
Re-merendamos de camino, mientras le cuento a la niña, que sin conocerla, Miriam me evita unos cuantos mosqueos con el mundo con sus stories con gente pintando entre paseos de cadencia lenta, fondos de mar y músicas que no siempre conozco. Algunos creen que a estas alturas debes haberlo aprendido todo, pero no, la vida es lo suficientemente mágica, para aleccionarte, sobre todo, cuando crees que has dejado de necesitar apuntadores, amigas oxitocina, guionistas, o profesoras. A algunos ese desconocimiento les da miedo. A mí es lo que me mantiene vivo.
En la puerta hay gente esperando. Compro un calendario de Payasospital. Saludo a la poca gente que conozco y le digo a Marisol, que «hoy vengo bien acompañado», para educar a las nuevas generaciones en primero de «tumbao».
Ojalá todas tuviéramos ese filtro inocente intacto que hace que los niños entiendan mejor las cosas que los mayores. Que no hubiera que dar explicaciones sobre la importancia de la colectividad, de que hay algunas familias que no requieren vínculos de sangre, o que en el arte de ayudar, está la recompensa de compartir el resultado. Y lo dice alguien, que debería bajar más de vez en cuando al viejo Taller.
Apenas hay sillas vacías. Corren las primeras cervezas mientras se intercambian emociones diversas, y apuntes, entre la gente que sí conoce a la artista.
La presentación, con palabras, de la cicerone Maribel, deriva en la primera parte llorada del arte. Vicky me había avisado de que el espectáculo no era apto para todos los públicos. E ignorante de mí, tampoco fui consciente de que, aparte de un concierto, estaba a punto de asistir a una terapia individual colectivizada.
La emoción tiene vínculos diversos. En general, nos empeñamos en asociarla al impulso que provocan las cosas que nos hacer reír. Pero hay momentos, que la felicidad, también se abraza al lagrimal. Y aquí, no sé si por casualidad o no, hubo un vínculo especial entre el mensaje de la lista de canciones escogidas y lo que la mayoría de presentes buscaba.
Cada canción, de por si, arrastra diferentes matices. Entre el que la compone y quien la interpreta, hay mil momentos compartidos, mensajes por descifrar y frases que traducir. Vicky se equivocaba, porque esto sí que tiene una parte para todos los públicos. Mi hija dibuja con su pizarra lo que su mente aún no llega a entender y yo, entre sorbos de cerveza, voy acercándome a la intensidad que dibujan las tres chicas que tengo delante, a María acercándose al escenario, al padre de la artista, a quien aplaude, a quien llora, a quien canta para dentro y a quien baila sin mover el culo de su silla.
La magia, o la casualidad, cuando se mezcla con la empatía, te traslada del instituto a la barricada, pasando por patios, cocinas y partes que el cerebro se había llevado al hueco de los olvidos. Creo que ahí es dónde todos los presentes coincidimos y empezamos a llorar juntos. Yo, especialmente, cuando sonó el «paraules d´amor» y viajé al universo en el que todavía puedo abrazar a mi tía, mientras mi hija, casualidad también, dibuja una mariposa.
A mí no me importa que ella me vea llorar. Y más cuando las lágrimas no tienen que ver con cosas tristes. Porque ni la nostalgia es taciturna, ni recordar debería afligirnos. Es más, cuando estás así, se despiertan cosas que unen y hacen que los abrazos sean más largos, que las caricias deshielen tus partes congeladas y que valores en su justa medida el talento que tienes delante, cantando cosas que deberías conocer, o deberías devolver a tus listas de reproducción para sentirte así más a menudo.
Entre medias, antes de cambiar la hora de los relojes, hubo tiempo para rimas, recuerdos colombianos, panderos gallegos, queimadas sin fuego, más lágrimas, más abrazos, algo de humor, danza y alguna cosa más que dudo que encuentres fácilmente fuera del Tumbao.
Ni el baño previsto, ni ver una peli sin ganas, nos hubiera aportado tanto. Ni a mí. Ni a mi hija. Ni creo que a la mayoría de los que coincidimos allí, por casualidad. Todavía hay gente que ve caro gastarse 10€, ignorando que tendrías que beberte muchos cubatas para igualar esta ebriedad que no deja resaca, ir a muchas sesiones de psicólogo para empezar a soltar la mitad de cosas que soltaron los presentes y muchos aburridos conciertos mainstream para encontrar una milésima parte de la pureza de lo que Miriam Domènech Santacreu, así, con los dos apellidos, nos regaló.
Se agradece el espectáculo, la paz relativa que todo esto deja, la magia del lugar… y que, a veces, la casualidad, te lleve adonde el Google Map no sabe llevarte. Pero nuestra agenda, si quieres, sí 😉
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