Para algunos, la transgresión es una forma de vida, se elige un extremo, se crea una atmósfera, se seleccionan las palabras adecuadas, el contexto, el momento y el lugar para que la llamada de atención no caiga en saco roto.
«Voces del extremo» es un experimento musical que algunos metieron entre los grandes discos publicados en España en 2015. Tiene premios diversos, halagos varios acumulados y un alegato por la poesía contemporánea y el flamenco modernizado que, seguramente, lo convierten en una de las obras más inobservantes de la última década.
Si escupido por un altavoz este álbum puede parecer sublime, representado en directo es, ya, la hostia. Sobre el escenario, el exiliado Niño de Elche, convierte diez canciones en un guión desordenado de teatro y flamenco esquizofrénico. Algo así como si Triana hubiera descubierto los sintetizadores o Camarón, en vez de cruzarse con Paco de Lucía se hubiera tomado un whisky con uno de los Chemical brothers.
La muestra de esta admiración creciente, es la cola en la puerta del Arniches veinte minutos antes de que el cantaor moderno afinara su voz con «han sido 30años«. Darío del Moral, de Pony Bravo, asumió el rol de maestro de ceremonias, con la instrumentalización atmosférica de las diez canciones, y a la izquierda del maestro: Raúl Cantizano, con sus guitarras made in bulos.net y los efectos, más que bien logrados, ponía el toque preciso de pureza flamenca, mezclado con modernismo reinventado.
Entre guturales, nasales y vocálicos más que bien estudiados, y una voz de cantaorpop, fuimos descubriendo letras de Enrique Falcón, Begoña Abad o Fenoy Rodríguez enseñándonos que la pertenencia a las causas perdidas sigue teniendo sentido.
Tras la canción del levantado, el tono subió con la crítica a la Pantoja, Fabra, a la caja tonta y a los tontos que se pasan la vida ante ella. Luego, nos dimos una vuelta por los mercados de este mundo cambiante alentado con Ah ah ah ah ahs y una voz digna de la Lámpara minera. La locura iba in crescento, la del «cencerrín» que sobre el escenario contaba anécdotas varias sobre su vida en Elche, y la de un público entregado que guardaba un sepulcral silencio y una atención poco habitual por estos lares.
Con «El comunista» dos viejecitos se debieron dar por aludidos y encarnando la manida maldición de las dos Españas abandonaron su asiento, mientras la revolución moderada acababa de desnudarse. Conrado Santamaría entró en escena, con su particular visión del problema palestino.
Los acordes de «nadie» unieron el drama a esta remezcla de artes y estilos variados. El cuco emergió con voz de lunático chiflado, ojos fuera de sus cuencas y camisas de fuerza desatadas en todas y cada una de las butacas. Era lógico que María Jiménez sobrevolase la atmósfera y que el riesgo de que todo fuera mentira nos sedujese.
Sólo faltaba acabar todo con un buen polvo. Estábamos bien follados con lo que habíamos visto, pero no estuvo mal la sugerencia y el orgasmo que no provocan las letras, lo buscamos en el instinto animal que parecen haber perdido los partidos políticos, la democracia y la falsedad televisada de los cargos electos de este país.
Con la ropa interior mojada y la mente abierta de par en par, el gordito se secó, por última vez el sudor con su toalla, apoyó su voz sobre la guitarra del maestro Cantizano poseído por el espíritu centroamericano, viajamos a Costa Rica y ratificamos que el Bisabuelo del artista tenía razón: hay que juntarse con listos, ya sean poetas, músicos, cantaores o censurados que pasan los domingos encerrados en un teatro aprendiendo la importancia de sacar al mundo la voz del extremo que todos tenemos guardada dentro.
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¡¡Estuvo genial!!