Vivir en la nostalgia es un riesgo a medida que cumples años. Estos días, sin quererlo, me he visto envuelto en diferentes conversaciones cruzadas de Twitter y, la verdad, he echado de menos la esencia primigenia de esta red social que se inventó, creo yo, para desarrollar el ingenio y la capacidad de síntesis.
Hoy poco queda de aquello, como se puede comprobar en las tendencias. Supongo que algo tiene que ver la rabia que acumulamos todos, la falta de tiempo para la reflexión, la simplificación del sentido del humor y la necesidad de imponer a la que parecen estar sometidos todos.
Parece que paulatinamente, hemos ido cambiando la objetividad por ideas inamovibles. El diálogo por el insulto, la ironía, por el fuera de contexto, la palabra por el meme y la risa por el cabreo permanente.
Hablo de Twitter, pero es posible que te encuentres algo parecido en el mercado, en tu trabajo, en tus grupos de Whatsapp, o cuando pones el Telediario. Por eso, pretender que haya una excepción parece una utopía. De ahí la nostalgia, ya no de las formas, sino del simple hecho de divertirme sin necesidad de acumular contenidos basura en las pocas partes sanas que le quedan a mi cerebro.
Por desgracia, me educaron en la convicción de que lo simple tiene hilos que te llevan a cosas mejores. Y no es fácil vivir entre gente que se queda con el titular, la idea global, no sale de su experiencia propia, ni quiere aprender de lo que el resto le puede aportar. Yo, incluso de esos, trato de aprender, aunque ya no trato de cambiarlos. Porque, pesimismo al margen, hay algo en las personas, que sigue siendo irrepetible, diferente y digno de «afinizar».
Lo más triste, es que en la creencia de la existencia de una verdad absoluta, pierdes la clave que hizo cambiar el mundo en el pasado. Y creo que una parte de la infelicidad generalizada, viene justamente, del hecho de no entender que en este barrio que puedes agrandar lo que quieras, convive gente muy dispar, diferente a ti, pero persona, al fin y al cabo. Y vecino, aunque nunca vayas a pedirle sal.
Restringir compañías se convierte entonces en la vía de la reafirmación. Y cuando te das cuenta, acabas en mitad de una guerra de tribus que pierden el tiempo ideando tweets de 280 caracteres para nada.
En aquel Twitter primigenio, mi «entorno» social, no tenía nada que haber conmigo. Si acaso, compartíamos condición de «losers», pero el resto trataba de acumular pequeños desahogos irónicos, que nos acercaban como personas aunque sólo fueramos seudónimos y fotos de perfil escribiendo. No trascendía, porque el contexto estaba claro. Ni pretendíamos cambiar el mundo, ni las opiniones del otro, simplemente, debatíamos. Algo de lo que, por desgracia, sí que tengo nostalgia. Morriña del intercambio ese, que poco tiene que ver con el pensamiento unilateral con enfado que predomina hoy en todos lados.
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