No me preguntéis por qué, pero admiro a los músicos que no cambian de guitarra. Es como un símbolo de pertenencia, como un vuelo sin paracaídas, que retoca la última parte de canción, que como un golpecito, de inspiración, te lleva a lo alto de un castillo.
Desde allí, volar es más fácil, pero no es cuestión de «hacerse tortilla» (que decía mi «abuelita»), así que mejor que saltar, nos sentamos, nos preparamos para ponernos finos, a dieta de huevos, y escuchando, que, a parte de gerundio, es lo suyo cuando el Kanka canta.
El hombre sigue igual, con un rastro de rayo ultravioleta (o igual fue subir los bártulos hasta el baluarte) enrojeciendo lo que su barba de «hipsché» deja entrever. En el cartel, era el último concierto del Live The Roof, y, también, del prólifico agosto en el castillo. Pero ese dato no es más que una minucia en ese soplo de aire que compone el «qué bello es vivir» de la existencia.
La hoja de ruta estaba ahí, en el papel, pero como en este marco incomparable, es difícil venirse más arriba, los conciertos se convierten en una especie de simil de aquellos programas de radio basados en las peticiones del oyente. Ahora los insensatos pedirían reggetón, y los cuerdos: AC DC, para joder, por éso hay un artista y la consiguiente limitación de tres discos, y algún single por ahí perdido.
Las pegas: que empezó tarde y nos perdimos el influjo del atardecer con música. Ahhh, y las tipas con las voz agudita que dieron por saco haciendo los coros. También, los recuerdos de El Manin y Álvaro Ruiz (pero éso es cosa sólo de las muy fan´s).
Los «me gusta», aparte del sitio: Yaike, cantando y, recitando unos versos intercalando los títulos de las canciones del ruborizado artista.
Y nada, que vuelvan pronto: el kanka y el Live the Roof.
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