Hubo un tiempo en el que no teníamos que programar cuando ilusionarnos. Si nos gastábamos 50 euros por cabeza, era porque la situación lo merecía, no porque lo necesitáramos… tanto.
Te conocí en un festival, forjamos nuestro amor enlazando conciertos con otras formas de sentir la vida y si alguna vez esto tiene que acabar, es mejor que tenga música de fondo, que reproches, gritos o insultos. Y si es de Vetusta Morla… mejor.
La evolución de nuestro amor, ha sido parecida a la de la forma de ver música en directo: de movernos sin parar, a estar sentados por obligación. De ser capaces de hablar o de callar mientras compartíamos sensaciones, a respirar para dentro, tras una mascarilla. De estar rodeados, a dejarnos morir en la más absoluta de las soledades.
Cuando pienso en qué es lo que significa nuestro amor, pienso en el momento que sonó la primera canción. Cada uno puede interpretar a su manera las cosas, pero nada es lo mismo, si no encontramos la parte que nos hace ver los bordes de esos hilos que hace ya 10 años decidimos anudarnos al pecho, con todas las consecuencias. Sin miedo a nada. Con dulzuras malditas, en el mismo sitio, pero en diferente lugar. En un punto sin retorno, a la deriva, sin mapas y sin días (que compartir) en este mundo que nos enloqueció del todo, llamado paternidad para mí, y para ti: maternidad.
La realidad es que, por desgracia, la vida no es un concierto de Vetusta Morla en el que la adrenalina, la nostalgia y todo lo compartido, nos hacen olvidar, cuanto vale la entrada, donde separamos nuestros caminos, o qué nos sigue uniendo, a pesar de todo.
Fuimos felices durante dos horas porque no pensamos en nada más que en bailar, en cantar, en quedarnos afónicos. Echo de menos eso: no pensar, no tener que buscarle la cuarta pata al gato de todo. Es menos importante de lo que pensamos, pero no sé porqué, ya no somos capaces de verlo. Porque la niña, el trabajo, el color de la pared del salón, el enfado de no sé que (no) amigo… es más importante que disfrutar, que degustar la cerveza, que escuchar todas esas canciones que, sin pandemia, no hubieran tocado. Porque se pueden escuchar sentadas, porque no están saturados de festivales, porque la gente está más receptiva, con ganas… justo lo que le falta a nuestras rutinas.
Por dos horas, fuimos los que éramos. Al fin y al cabo, Vetusta estaba en los primeros festivales, sonó en los mejores viajes que hemos hecho juntos, en la preparación al parto, en los desayunos que merecían la pena o en las cenas con velas.
Con la mascarilla, cuesta menos emocionarse, llorar, digerir todas esas contradicciones que petan mi cabeza desde hace más de dos años. Llevo más de 50 conciertos de esta banda de Tres Cantos y ninguno había sido tan duro y tan bueno a la vez.
Es curioso que su último disco se llame «cable a tierra». Justo lo que tú y yo necesitamos, aparte de unas vacaciones, una buena cena y unos cuantos orgasmos. Antes la paz se sobreentendía, y ahora cada día parece un edicto con pactos de no agresión rotos. Hemos pasado del «te quiero», al «gilipollas», de pasar horas hablando, a que nos cueste mantener conversaciones de más de un minuto, del todo a la nada, de la vida a la muerte, de aportar a quitar, de sumar a restar, de la independencia a la esclavitud…
Puedo forzar la realidad
Puedo doler, puedo arrasar
Puedo sentir que no doy más
Puedo fingir que me da igual
Puedo incidir, puedo escapar
Puedo partirme y negociar la otra mitad
Puede comerme la ansiedad
Puedo salir, puedo girar
Puedo ser fácil de engañar
Puedo llamarte sin hablar
Puedo vencer, puedo palmar
Puedo saber que sin vosotros duele más».
Querer es poder. Pero nunca «sálvese quien pueda» me había sonado tan realista como este 12 de octubre, en el que nos hemos quedado sin patrias, sin banderas y sin nortes. Son días raros y añoro las noches normales. Las de antes. Aquellas en las que bailar, beber, escuchar música era lo normal.
Llevo tanto tiempo sin saber si habrá mañana, que vivo más pendiente de no temblar que de sonreír. Esa es la realidad, la línea torcida que ni tú ni yo sabemos enderezar desde que «dejarse llevar» ya no suena demasiado bien.
Al final, una trayectoria, como la de Vetusta, tiene luces y sombras. Canciones buenas y canciones que olvidas. Conciertos que recuerdas más que otros. El amor debería basarse en seleccionar esas canciones que suenan mejor cuando las escuchamos juntos, en directo, bajo la luna y sin mascarilla.
Llevamos demasiado tiempo con el disco rallado en una canción que los dos odiamos. Discutiendo si habría que apagar el tocadiscos, o quien apretó la aguja más de lo debido, o porqué no mandamos el puto vinilo a tomar por culo, y volvemos a empezar de nuevo, desde la independencia, desde la ilusión que hemos perdido, cambiando horizontes, fórmulas, letras, acordes, tempos.
La teoría suena bonita. Y siempre habrá conciertos para ponernos nostálgicos y bailar como antes, para ver si, realmente, queda algo de aquello, o para darnos de hostias por haberla cagado taaaaanto.
Lo que nos hacía grandes era que al respirar, aspirábamos lo mejor de cada uno. Ahora, nos autointoxicamos tan a menudo, que una puta salchicha a medias, sabe a gloria, aunque la carroza vuelve a convertirse en calabaza antes de las doce y el día trece, parezca que nunca bailamos con pies del pasado, las canciones del presente.
Ojalá supiéramos hacer lo mismo con el amor que dejamos perdido por alguna hoja amarillenta de un pasado no tan lejano. Entre otras cosas, porque si no somos capaces de reinterpretar lo que allí ponía, es posible que este haya sido nuestro último concierto juntos. Y eso no sé si tiene más de frío, o de triste. Pero me mata más decirlo así, que de otra manera, porque cuando piensas en la historia pueden salir muchos clarooscuros, pero seguro que como yo, cuando pienses en la banda sonora, tendrás muchos botes, saltos, empapamientos de plaza de toros, letras inventadas y besos que añorar, que reproches que hacerme.
Igual, justo por eso, merece la pena darle más importancia a lo que suena, que a lo que ya no escuchamos.
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