Durante estos meses de pandemias y restricciones, se ha hablado mucho de las capacidades que el ser humano tiene para reinventarse. Son muchos psicólogos, y psicólogas, las que han opinado que debería venirnos bien el aislamiento para replantearnos conceptos como el estrés, el grado de importancia de cada cosa, la solidaridad, la política…
Sin ser un sociólogo titulado, a mí me parece, más bien, que la gente, en lugar de extraer el lado positivo del asunto, tiene una especie de ansia por recuperar el tiempo perdido. Y de no poder salir, hemos pasado a las aglomeraciones, a las discusiones por una silla en una terraza, a los choques estúpidos, a peleas como la que vi el otro día en un cruce de debajo de mi casa en la que dos machotes discutían sobre prioridades a grito pelado…
Desde el mismo balcón, desde el que hace un año aplaudía a los sanitarios imaginando una sociedad mejor, me di cuenta de que no hay mayor utopía que querer cambiar al que se ha educado en el egoísmo más absoluto.
El sumun de esa visión se hizo latente el sábado en el Carrefour de Sant Joan. Yo nunca voy a los centros comerciales. Para mí ni son cómodos, ni me ahorran dinero y ahora que hay que evitar (relativamente) el contacto, creo que es uno de los focos de contagio más evidentes… pero se me agotó la pila del mando del coche y tuve que hacer una excepción.
Había una cola de coches para entrar, digna de la operación salida del verano. Lejos de irritarme (iba escuchando la lista de spotify del día de la felicidad), preferí fijarme en las caras de los conductores, y las conductoras, en mitad de ese concierto de cláxones e insultos inaudibles: la gente es egoísta, la gente está enfadada y, lo peor, la gente ignora que forma parte de un entramado social y que igual, si puedes permitírtelo, el sábado a la mañana no es el mejor día ni para cambiar una pila, ni para echar gasolina, ni para lavar el coche, ni para hacer la compra… pero allí que van todos… y ¡pum!, primer accidente de la mañana… un tío hablando por el móvil y una chica que se le veía irritada, como si la hubieran despedido… pero no, al salir del coche, entre sollozos, solo acertaba a decir: «Joder, yo he venido aquí a un recado, y llevo media hora para aparcar». El otro implicado, un chulapo de gimnasio con su mascarilla por debajo de la nariz y una bandera española del tamaño de la de Colón, salió de su flamante BMW sin ni si quiera apagar el teléfono y con la mano libre, le soltó un puñetazo al «Toyotita» de la chica.
¡Qué tío! él. Hasta que se dio cuenta de que el novio de la chica, en el asiento del copiloto, era más alto y más listo que él, porque sin gritar demasiado, bajo su ventanilla y le dijo: «ibas hablando por el móvil»… tuve que coger la rotonda, así que me perdí el resto de la historia… pero la odisea de aparcar el coche siguió: uno que saca el morro, otro que acelera como si estuviera en el Jarama, casi atropello a tres que iban corriendo como si tardar 10 minutos más en la compra fuera un trauma.
Ya dentro, el panorama no mejoró. Carros llenos haciendo un circuito de obstáculos, gente chillando por el móvil, colas interminables en las cajas… Me puse en la fila del puesto de las llaves. Era el tercero. El hombre iba a su ritmo, pero detrás de mí se pusieron dos ceporros con el baile de San Vito y una retahíla de «¡cómo tarda! ¡venga!»…
Yo entiendo que la gente se estrese en el trabajo, o que sea ordenada y tenga problemas con el desorden… pero cuando se va a hacer algo, hay que contar siempre con el factor retraso (del reloj y el mental de algunos). Antes hablábamos en la cola, ahora los más listos ponen al día su facebook, o cuentan anécdotas por Instagram… pero siempre hay tontos que se estresan porque el tendero tarda diez minutos, o porque no piensan que hay más gente en el mundo y esas cosas.
Dejé mi llave y me fui a desestresarme a Sant Joan. Casi atropello a otros tres locos, evité dos golpes, vi otro accidente y varios en ciernes. Lo curioso es que aparqué mucho más fácil en el poble que en Carrefour.
Había gente, pero sin saturaciones: compré fruta y verduras de Mutxamel, dulces caseros y pescado fresco en el Mercado (13€ por la compra de la semana, igual que en Carrefour), fui a visitar a Chus, la de los libros, para intentar que mi hija sepa entretenerse mejor que la gente que había visto en el Centro comercial y, después, un zumito viendo un concierto del Música a la Plaça, antes de volver a por mi llave, ya arreglada.
Yo pensaba que tras las largas tardes en casa encerrados, no iba a volver a vivir estas escenas dantescas e innecesarias. Creía que íbamos a reinventar nuestras vidas, a desestresar el flujo de nuestras necesidades, a aprender a valorar a nuestro entorno…
Pero no. La gente sigue discutiendo, corriendo, comprando en grandes superficies, humeando la atmósfera, gritando, pegándose por un hueco de aparcamiento, o por una silla en una terraza, o por no dejar pasar a un coche antes que tú, o por hacer una cola de un minuto, o dos.
Hablando con un amigo sobre el tema, en mitad de la naturaleza, él decía que no hay tiempo para todo y yo pensaba en las 2horas y media que pasamos de media en las redes, en los que ven partidos de fútbol, o «la isla de las tentaciones», o los que se acuestan más allá de la media noche viendo telebasura. ¿de verdad no podemos sacar cinco minutos de reserva un sábado o un domingo? ¿qué ganamos estando enfadados, estresados, acumulando tensiones que luego no sabemos descargar?
Pues eso, hemos tenido un año para pensarlo. Pero parece que lo de aprovechar el tiempo, lo de mejorar, lo de intentar ser mejores o hacer mejor la convivencia no es lo nuestro.
¡Una lástima!
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