En verano escribí que no hay mejores vacaciones que apagar el móvil. Me equivocaba. Es mejor aún que todo el mundo apague el suyo, aunque sea por obligación.
No sé a vosotr@s, pero a mí las 6 horas de «apagón» de Whatsapp se me quedaron cortas. Tuve la suerte de que coincidiera el momento, con el que mis padres aterrizaban en Alicante. Escena ideal para medir el grado de inmediatez que nos estresa en cada momento, porque la gente (yo el primero) tenemos una necesidad creada de responder a los estímulos sociales nada más recibirlos: sin pensar, sin degustar y con el consiguiente enfado derivado de no saber que el tiempo, a veces, hay que dejarlo pasar.
Fue una tarde sin interrupciones. Sin sonidos estridentes, ni vibraciones, ni notificaciones, ni los mensajes de voz que tanto odio, ni comentarios baldíos… un rato para mí, para mis padres, para poner al día las ciento y pico alertas que llenaban de rojo la pantalla de mi móvil.
Acabo de tener el mejor despertar en años. Porque no había notificaciones nuevas en mi móvil. La gente se acostó sin escribirme, sin comentar, sin molestar… y hoy, he podido desayunar sin emergencias, cagar tranquilo y disfrutar de un rato haciendo puzles con mi hija antes de llevarla al colegio.
Igual deberíamos saturar el Whatsapp todos los lunes. Mi salud mental lo agradecería. Al fin y al cabo, hace no tanto, no existía Facebook, ni Whatsapp, ni Instagram. Y ¿sabéis qué? perdíamos menos el tiempo, o, mejor dicho, lo aprovechábamos más.
Igual el karma, el destino, o como queráis llamarlo, nos ha enviado una señal que deberíamos tener en cuenta. ¡Sólo emergencias! ¡Cerrado por desconexión! o lo que me mandes a partir de las 17.30h no lo voy a leer: necesito tiempo para mi. Formas de decirlo hay muchas. La ironía es que tiene que llegar un apagón para encendernos la vida.
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