Una hora de silencio en la ciudad que nunca calla. Justo en el día con más bullicio: el sábado. El día más frío. La previa de los Goya.
Un lugar: el Teatre Arniches. Un dúo de hombres extremadamente fibrados sobre el escenario. Dos argentinos que rompen con el tópico, callando mientras las butacas van llenándose. Es tiempo de saludos, de acomodos, de búsquedas de perspectivas para que no haya nada que se interponga entre tu mirada y la taquilla y el banco que conforman la escena.
Quedan dos minutos. Se apagan las luces. Y en la oscuridad, la risa es la única licencia que uno puede permitirse. Algún aplauso y 200 argumentos para un mismo ademán: uno por cada persona sentada. Hay aspavientos inverosímiles, coreografías clásicas mezcladas con baile moderno, rutinas, gestos imposibles y conversaciones sin palabras. Alfonso y Luciano se van convirtiendo en peces, pumas, mariposas que aletean, viriles monstruos sudorosos, tiernos almirantes de la inquietud…
Improvisan sobre el dial cambiante de una vieja radio, se cambian la ropa entre piruetas. A mí se me saltaría un ojo imitando esa mirada, se me acalambraría cualquier músculo emulando un salto, me partiría la cara yo mismo jugando a que boxeo sin pegar, dándole puñetazos al aire mientras doscientos extraños se bañan en una nube de interpretaciones que retumban en un gemido rompiendo el silencio, en una respiración coordinada, en una gota de sudor que cae al negro suelo del improvisado gimnasio.
Debería cambiar el spinning por el Poyo rojo. Ejercitar más mi cuerpo, mi mente, mi imaginación, sacar a pasear a ese niño que lleva tantos años encerrado en la monotonía y, también, a las risas que mi rutina mata.
Sigue siendo sábado, pero tengo la sensación de que se ha parado el tiempo y ya no tengo frío. No diré como acaba la historia, aparte, claro está, del aplauso generalizado y del «pollito Pío» con el cuello aplastado.
Fuera la intensidad del decibelio revienta mis tímpanos y el de todos los que, por un rato, vivimos tan intensamente el silencio. Quizá estuviera sensible o tal vez esta terapia llamada teatro es más efectiva que un trago de Gin-Tonic. Imagino que en este caso, el gesto es lo que cuenta. Éso y la interpretación dispar que hacemos de lo mismo. Nos hemos divertido, algo se ha despertado en nosotros, hay un debate de camino a casa, un intercambio de impresiones y sensaciones.
Cenamos viendo Los Goya. Pero esta vez el premio vino del esfuerzo de cambiar el sofá por la butaca, la caja tonta por el trasfondo del telón, la vida de siempre, por un baile teledirigido, el gatito manso por el poyo rojo, el gesto serio por la carcajada, el ego por el aplauso merecido.
Muy recomendable el Poyo Rojo. Por la obra en si y por la buena sensación que te deja después.
Su dice
Felicitaciones, campeones del escenario!!! Los quiero ver en Barcelona!!!!!!!