Autor: Juan Bay
Quizás no ingerirlos sería mejor. Al fin y al cabo no están forjados para ser ingeridos. Sólo deglutir aquello que no sea potencialmente lesivo; nada de asuntos puntiagudos, cortantes, abrasivos. Casi ceñirse a una dieta blanda y frugal, a una ingesta suave, a digestiones placenteras. Dejar pasar los alimentos hirientes como el agua que cae por la rambla, de manera natural, cuando llueve, abriéndose paso. No tener que hacer consideraciones de primer y segundo orden, no verte obligado a la inseguridad de la reflexión, al inquietante proceso de maduración. Vivir en el limbo plácido del sopor mediático, del adormecimiento narcótico, en la nube del subsuelo, en la noche del somnífero. Madrugar los domingos para vestirse en el vacío del espejo salpicado, escuchar el agua fría verterse desde el grifo de febrero, sucia aún del poso calcáreo sedentario; atusarse el bigote, el jersey de lana con enganchones, y caminar cansinamente hasta la barra del bar donde abrevan los últimos de las Filipinas del baile sincopado y el polvo adulterado; sentarse frente al ponche con la mirada al frente, hundida, perdida, en el naufragio del líquido ancestral en su copa. Nada de digerir sables, ni rumiar, ni dudar, ni darse por vencido pese al dolor, la punta en la pared superior del estómago, ya hendiendo hasta el sangrado.
Decidí que no aunque sí me fuera dado.
El viaje va a ser tortuoso. Tratemos de disfrutar del mismo.
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